Como las oscuras golondrinas de Bécquer y el posado en bikini de Ana Obregón una y otra vez vuelven estos meses las entrevistas en las que se pregunta por las lecturas del verano. Al principio, en mi ingenuidad, yo era sincera y quizá por eso han dejado de preguntarme. Leo en verano lo mismo que en invierno, contestaba, y me quedaba tan ancha. Más tarde, cuando empecé a revisar las respuestas de otras personas, comprendí mi error, pero a estas alturas ya no había posibilidad de enmendarlo, sobre todo, sin mentir. No, yo no dejo para el verano las mejores lecturas del año. Cuando me apetece mucho, pero mucho, leer un libro, lo más que hago si no tengo tiempo, es aplazarlo unos días. O quitarle horas (más aún) al sueño, o llevármelo en los viajes y en los tiempos muertos de las esperas.

Y no, no siempre leo a los clásicos en verano. Me encantaría poseer el desparpajo o la pedantería, o la mezcla de ambos, que se necesita para afirmar que uno solo lee aquello que le nutre. Y cómo narices sabes lo que va a nutrirte o no, si no experimentas. Anda que no he empezado y dejado sin terminar libros sin ningún remordimiento por ello. Y no, tampoco me paso el año leyendo estupideces para luego dedicarle el verano a Proust . Más bien hago lo contrario. Es muy fácil perder el hilo del tiempo perdido mientras esquivas medusas o peleas con bocadillos de Nocilla en la piscina. Hay autores que necesitan la paz y el sosiego del invierno. Y tampoco aprovecho estos días para releer el Quijote. Quien dice eso es porque no conoce otro libro que ese, ni le suena ni quiere conocerlo. Pero no queda bien leer lo mismo en verano que en invierno. Es como llevar la misma ropa o comer lo mismo, o seguir los mismos horarios. El calor ablanda nuestra mente y a lo mejor nuestros ojos. Si no, no se explica que sigamos haciendo las mismas preguntas y contemplando el bikini de Ana Obregón , año tras año. Ella sí que sabe y los demás tenemos que aprenderlo.