Filólogo

Mi vecino de página, álvaro Valverde, poeta y viajero, se afana, esforzadamente, porque la gente de Extremadura lea. Un empeño sensato. Solaza, en estos tiempos de ardores guerreros, mirar a la gente que lee, que ensancha el campo, compara, avista y discierne. Este es, probablemente, un buen momento para la lectura. La pereza mental para leer se antoja enfermedad vírica que no se detiene en ninguna puerta. Ahora sabemos que los informes que C. Powell presentó ante el Consejo de las Naciones Unidas eran un refrito con datos de hace doce años, faltas de ortografía incluidas, elaborados por un estudiante de potsgrado de California; que el Gobierno británico utilizó esos mismos apuntes de becario como argumentos probatorios de la necesidad de la guerra: nadie los había leído. El discurso que leyó en el Parlamento el señor Aznar ¿bebió de esa misma fuente y de argumentos fabricados con esa misma caduca argamasa?

Leer pudiera servir para no equiparar el poder con la verdad, la justicia con la voluntad del más fuerte, la responsabilidad con el despojo del débil; para no tomar la democracia por sus apariencias, la calidad de la misma por la sumisión del fiscal general ni por el cacheo a los cineastas en el Parlamento. Del ordenanza para arriba, que soba el periódico, aquí no lee nadie, pero tenemos rotundas opiniones sobre todo, basadas en lugares comunes y tópicos machacados. Algunos alcaldes de nuestras principales y más cercanas ciudades padecen aguda aversión a cualquier papel: --hazme un breve resumen--, exigen, pero no leen, lo que no impide que salgan luego ufanos a narrarse en un micrófono y a airear, sin pudor, su rudeza amenazante. Alvaro, sálvanos de quienes por no leer, falsean informes y razones para la guerra; de los alcaldes rudos que nos regresan al aldeanismo; de la sabiduría plebeya y del positivismo callejero que mata, como un misil, cualquier ideal.