Voy envejeciendo y mi alrededor muere lentamente conmigo sin descubrir a los herederos que den continuidad a la existencia de los pueblos. Entre los que se mueren y los que se marchan buscando otros horizontes, las pequeñas poblaciones van menguando a buen ritmo. El otoño acapara más espacio y arrincona a la primavera, que ya se atrinchera en un rincón, pero día tras días pierde fuerza y cede espacio. En poco tiempo, todo será invierno.

No habrá niños en la escuela, no habrá adolescentes en los parques y no habrá juventud que labore los campos. Sólo quedaremos los viejos, quienes esperaremos la llegada del final absorbiendo los débiles rayos de sol invernal.

¡Hagan algo! Los pueblos se mueren y aunque recuperan algo de vida en verano cuando retornan los vecinos en el exilio, no es suficiente.

Nos quedaremos sin la historia, la idiosincracia, la cultura y las tradiciones de nuestros antepasados. Se borrarán de nuestras memorias lo que fuimos y lo que somos. Habremos perdido para siempre nuestro pasado que conforma nuestro presente y nuestro futuro.