Mariano Rajoy tiene dos opciones vitales: lenta agonía o suicidio asistido. Por supuesto, en términos de liderazgo político. La recuperación del liderazgo de Mariano Rajoy empieza a parecer metafísicamente imposible: su hundimiento en las encuestas es independiente y mucho más profundo que la valoración que los ciudadanos hacen de su partido; su falta de carácter hace imposible imaginarlo como líder, y menos en época de grandes crisis; sus dependencias --Aznar , los medios de comunicación que tratan de marcarle la agenda, la sombra de Esperanza Aguirre punteándole los talones-- dibujan un político incapaz de asumir el puente de mando de un país en crisis. La sensación que se alimenta cada día de que el Partido Popular está trufado de políticos corruptos, superficiales, amantes del lujo, empieza a ser demoledora incluso aunque las encuestas no lo reflejen todavía.

Rajoy ha optado por una estrategia de registrador de la propiedad. Sentado, fumándose un puro, espera a que le traigan las escrituras de rendición del Gobierno, asediado por la crisis y el desempleo. Pero su oficina resulta inaccesible porque sus modos espantan al electorado de centro y nadie confía en él para salir del atolladero político, económico e institucional.

Su estrategia modular ha demostrado incapacidad absoluta para dirigir un proceso de crisis: primero, la culpa la tenía Baltasar Garzón , que era el brazo judicial de Alfredo Pérez Rubalcaba . Después había una conspiración universal contra el PP que tiraba a los pies de los caballos al Estado de derecho. Por último, predicó una indiferencia imposible. Y, con el agua al cuello, ha empezado a sacrificar cabezas de turco que solo sirven para ganar unos minutos.

Todavía está a tiempo de rendir un gran servicio a su partido y a su país: abrir un proceso de refundación del PP, limpio de miasmas de corrupción y de lastres ultraconservadores, con un liderazgo fuerte elegido entre los más capaces que pueda conformar un partido moderno, de centro y europeo. Sería una muerte políticamente dulce y asistida, en vez de la lenta agonía que le espera.