Una de las pocas cosas buenas, pero buenas de verdad, que tiene ir sumándole años a la vida, es la capacidad de recibir el año nuevo sin embutirse en un traje de fiesta, subirse a unos taconazos destrozapiés, y congelarse sin poder confesar que no te lo estás pasando bien, pero nada bien, rodeada de otros millones de incautos. Y, sobre todo, hacerlo sin remordimiento alguno, sin agobiarse por la creencia absurda de que vas a perderte una experiencia inolvidable. Salir en Nochevieja es lo más parecido que conozco a una ceremonia de iniciación. Padres, tíos, cuñados, abuelos y primos mayores miran de reojo el reloj después de la ingesta masiva de una cena que cubre las necesidades calóricas de casi todo un año, y desean secretamente que acaben ya las campanadas para ir desfilando a la comodidad de sus camas. Pero (en este pero está la frontera entre una vida que empieza y otra que viene de vuelta y además, cansada) los jóvenes miran abiertamente la hora para ver cuándo será posible empezar a vestirse, ahumarse los ojos y encaramarse a unas plataformas para contemplar el mundo con otra perspectiva. La noche empieza ahora, en ese filo que separa los dos mundos, y que se extiende como una promesa envuelta en papel brillante. Hay quien se resiste, y protesta por ser incluido en el grupo de los que se pondrán el pijama a la primera de cambio. Yo salgo, se quejarán, y quemo la noche como ellos, pero no, no es lo mismo. Solo hay que fijarse un poco en su ligereza, en su tensión, en esas caras a las que no les hace falta maquillaje, en esos hombros aún no acostumbrados al peso de los trajes, a la corbata, a las camisas de sus padres que parecen nuevas sobre su cuerpo ya no de niño. Ellos sí quemarán la noche, la apurarán hasta el alba, y volverán frescos como rosas, de una búsqueda del tesoro fascinante. Nosotros no, incluso los que salen ya no pertenecen a ese grupo de elegidos. Están ahí, contando las uvas, descontando segundos para comerse el mundo, y desayunarlo después con churros al lado del amor de su vida o los amigos de su vida, o lo que sea. Mientras, arrebujados en las batas alpinas, en los pijamas calentitos y las zapatillas de paño, ajenos a las brillantinas y el lápiz de labios que manchará pieles y camisas, nosotros, los de entonces, gracias a dios, ya no somos los mismos. Ni falta que hace. Feliz año.