Arden las redes (que diría Soto Ivars). Leopoldo han sido liberado y ya tenemos montado nuestro propio y singular terremoto de andar por casa. También es verdad que las redes se inflaman con celeridad y por cualquier vaguedad, desde un atentado o la última ocurrencia de Mr. Trump a un penalti o una expulsión en un reality «de moda» (noténse comillas). Como material de fácil combustión, no es un termómetro muy fiable.

El caso es que Leopoldo López, intervención de nuestro ‘ex’ Zapatero incluida, ha sido liberado en Caracas por el gobierno bolivariano de Maduro. Una excelente noticia. Pero que aquí, a un océano y un continente de distancia, ha servido para lo esperable: poner enfrente a quién ya lo estaba. Nada nuevo bajo el duro sol español.

Leopoldo López fue encarcelado injustamente, por una frontal oposición a un gobierno decadente, como es el régimen chavista de Maduro, y frente a un estado que reprime sistemáticamente, incluso con el uso de la fuerza, libertades y derechos. Su encarcelamiento es estrictamente político y su mantenimiento en prisión durante 3 años, consecuencia de una corruptela en la confusión de poderes en Venezuela. No es sólo que tribunales internacionales hayan considerado la condición de López claramente dentro de los presos de conciencia, sino que dentro de la propia Venezuela hubo instancias judiciales que así lo consideraron.

Hay un indicio muy evidente: tanto el liberado como el gobierno reconocen que ha existido una mediación para el excarcelamiento. Algo casi impensable en el caso de un preso común.

Lo de menos es que Alberto Garzón insista en llamar «golpista» a Leopoldo o que Monedero despotrique justo ante unas declaraciones que podrían ser firmadas por él en otro caso. Esto, desafortunadamente, es lo esperado. Más relevante es que traten de hacernos tragar con que Venezuela es lo que no es: una democracia. He tenido la fortuna de viajar bastante a Venezuela y el deterioro del país, económico y social, va parejo a un aparato represor de libertades, que persigue al opositor y unas estructuras políticas extractivas donde los que mandan «esconden» (no demasiado) fortunas en otras latitudes.

Pretenden hacer analogía de la emigración de los años de la crisis en España con lo que ha pasado en Venezuela. Lo de allí es una auténtica hégira y movido no por afán de buscar trabajo sino de no perder hasta la libertad. La comparación es mentirosa y, sobre todo, ofende a la inteligencia.

¿Pero, dirán ustedes, es esto un artículo más contra Podemos o Maduro? No, pero sirve de perfecto ejemplo del maniqueísmo con el que (hemos decidido) manejarnos en España. Vivimos nuestra sociedad, no sólo la política, como una confrontación, no como un debate. Desacreditar en vez de argumentar. Nos sentimos cómodos en la confrontación, y por eso, si algo nos sirve -aunque sea remotamente, aunque sea contradictorio- para enseñar las debilidades del otro y enfrentarnos a quien ya tenemos enfrente, nos regocijamos en éxtasis santeresiano: de que se habla, que me opongo.

Por eso aquí, no hablo de Venezuela. Ni de Podemos O no exclusivamente. Hablo del mismo maniqueísmo, el mismo afán de retorcer lenguaje e ideas que servía de base al socialismo para seguir hablando, incluso avanzados los 90, del ‘paraíso socialista’ de Cuba. Sólo cuando la realidad desmintió todas las verdades a medias y las mentiras oficiales, algunos se resignaron.

Del idéntico complejo mostrado por un PP que, empeñado en salvaguardar unas «esencias» en las que pocos se reconocen, se empeña en diferenciar la dictadura franquista de otras, remoloneando en su condena. O pierde la oportunidad de liderar la necesaria recuperación histórica en España. Esa derecha que mostró reparos en el intento de encausamiento de Pinochet.

Si el único tamiz de nuestra perspectiva es la ideología, si sólo deseamos ver lo que queremos, ocurre justo lo que observamos respecto a Venezuela. Un maniqueísmo atroz, burdas autojustificaciones solo aplaudidas por nuestros palmeros, ya conocidos. Otra cosa distinta es que eso sea lo que busquemos, pero me atrevería a decir que somos más, mucho más, a los que nuestra ideología ni nos maniata ni nos genera continuos sesgos.

El mismo que lleva a decir que Miguel Ángel Blanco es una «víctima más» de ETA. No lo fue y no lo es. Cambiemos el cristal de esas gafas.