La obsesión de los paparazi por obtener una imagen estival atrevida de la Princesa de Asturias, y rentabilizar así sus muchas horas de verano detrás del teleobjetivo, plantea una vez más, y van muchas, cuáles deben ser los límites de esta clase de informaciones, por llamarlas de alguna forma. Porque, como sucede en otros muchos casos, Letizia Ortiz no ha convertido su vida familiar en una saneada fuente de ingresos, a diferencia de otros personajes que la han puesto en el aparador para cobrar por ello en programas de televisión, publicaciones impresas en papel couché y soportes publicitarios de toda índole. Sin entrar en el derecho de cada cual a hacer con su intimidad lo que mejor le plazca, no es lo mismo compartir con la opinión pública la vida cotidiana que aparecer en los medios solo cuando se participa en un evento de naturaleza pública. Ese último caso es el de la princesa y no otro.

La reflexión se puede hacer extensiva a otros personajes con relevancia social, pero que fuera de su profesión o actividad públicas son celosas de su privacidad. La extravagante persecución a la que en ocasiones se ven sometidos en el transcurso de sus vacaciones es injustificable y no pocas veces bordea la transgresión de la ley en cuanto atañe al derecho a defender la intimidad, el honor y el derecho a la propia imagen. En este sentido, es interesante recordar el precedente sentado por la familia del presidente del Gobierno hace unos años, cuando cortó para siempre la posibilidad de que sus hijas fueran objeto de interés informativo durante las vacaciones y vieran perturbado su ocio con el acoso de los paparazi. Todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida, pero no con la vida de los otros y sin pedirles permiso.