Cuando el sábado, tras oficiar una boda civil, el director de este periódico me propuso escribir de manera ocasional en el mismo, dije inmediatamente que sí, decisión que he reflexionado, llegando a la conclusión de que poco puedo decir yo que merezca la pena pasar a la posteridad de la eternidad impresa de un periódico; pero la palabra dada, debe ser la base de las relaciones.

Pensé que no quería dejar pasar la ocasión para hablar un tema manido y polémico como es la cuestión catalana, sobre el que se han vertido ríos de tinta y en cuyo nombre se acumulan en las hemerotecas bosques enteros. Poco se puede aportar ya desde la visión política, especialmente cuando la mía es de vuelos localistas, centrada únicamente en el interés de esa Olivenza que me quita el sueño. Pero creo que algo se puede aportar aún desde la visión de un simple concejal sin liberación y sin trascendencia alguna.

Como político, una de las tareas más memorables y satisfactorias, es precisamente la celebración de matrimonios civiles, y quiso el destino o quienquiera que sea, que la primera ceremonia que «oficiase», allá por septiembre de 2015, cuando aún me costaba acordarme de que representaba un cargo público, fuera entre dos catalanes. Ella, descendiente de oliventinos emigrados y con apellidos familiares para cualquier castellano. Él, catalán desde la primera letra hasta la última, nombre incluido.

Una vez terminada la ceremonia, me acerqué a darles la enhorabuena y me dieron las gracias por un detalle tan simple como haber preparado un saludo y una despedida en catalán y castellano, algo que no debiera sorprender a nadie, pues ambas lenguas me pertenecen, por ser ambas oficiales de mi país, de la misma manera que me pertenece la lengua portuguesa por ser la de mis abuelos.

Hablando con ellos un poco más, me decía el novio, de apellido Cugat, que venir a Extremadura le había servido para dos cosas. Por una parte, había podido conocer a toda la familia y la tierra de su reciente esposa, llegando a la conclusión de que esta tierra no era pobre y vaga, como se habían empeñado en pintarle, sino una tierra rica, sometida durante siglos y de trabajadores humildes donde, se notaba, no habían puesto mucho el pie los grandes prohombres de nuestro tiempo más que para cazar. Por otra parte, había cambiado su concepción sobre lo que se pensaba en Extremadura de los propios catalanes, pues todo el mundo se afanaba en hacer agradable su estancia, sin reparar en nada que pusiera en su DNI en aquella parte llamada «lugar de nacimiento». Cuando le pedí que, por favor, contara todo eso allá en su tierra, me decía que no solo lo comentaría, sino que estaba deseando poder volver con más amigos y poder disfrutar de la hospitalidad y las maravillas de Olivenza y Extremadura. Hablaba como una suerte de contemporáneo Francisco Pizarro que acababa de darse cuenta de la existencia de una tierra aún por descubrir, aunque el más sorprendido por el reciente descubrimiento era este que escribe.

Quizá, los problemas artificiales creados por los malos políticos entre Cataluña y el resto de España se puedan solucionar así, viajando y viendo que nos sentimos en comunión por ser miembros de un mismo país y cultura, orgullosos de todas nuestras lenguas, costumbres y raíces, sabiendo que nos une mucho más de lo que nos separa. Quizá la solución a todo esto sea un «erasmus nacional», donde seamos capaces de comprender que el ideario prototípico de regiones que nos han vendido son del todo inciertos y solo responden a intereses económicos y partidistas de unos cuantos. Quizá, y solo quizá, conocernos mejor unos a otros sea la única salida a esta crisis creada por las clases medias-altas y altas de uno y otro lado (véase el Baròmetre d’Opinió Política para corroborar este extremo).

Sea como fuere, solo debemos tener una cosa clara, que lo que la ley ha unido, no puede verse desunido por la actuación de políticos mediocres y egocéntricos, y que, como el matrimonio Cugat-Villa, empieza con la ley, pero solo el respeto, el cariño mutuo y la confianza, pueden hacer que sigamos unidos y que, por fin, se acabe la vergonzosa «violencia doméstica» que todos presenciamos el pasado 1-O.

Nos queremos juntos, pero esa unión debe trascender la aburrida letra de cualquier legislación, en caso contrario, tendremos divorcio y pleito garantizado.