Que algunos animales, por ser fuertes y astutos, se coman a los más débiles e inocentes, por muy cruel que nos parezca, forma parte de las leyes que rigen la selva y así lo tenemos que aceptar. Pero que en la especie humana ocurra algo parecido, después de milenios de civilización, resulta triste y decepcionante.

Se supone que los humanos ya debíamos haber superado ese estadio primitivo del sálvese quien pueda. Se supone que ya deberíamos haber creado leyes lo suficientemente claras y efectivas para que todos estuviéramos protegidos y amparados por igual, en esta nueva jungla que llamamos civilización moderna.

Pero no es el caso. En el mundo moderno, hay infinidad de leyes nacionales e internacionales que pretenden hacer justicia y poner orden en el caos y dificultad que entrañan la convivencia y la supervivencia humana. Pero estas leyes suelen terminar favoreciendo, legitimando o tolerando acciones censurables e insolidarias de los más fuertes en detrimento de los débiles.

Sólo así se explica que la fortuna de los 10 más ricos del mundo sea superior a la suma de las rentas nacionales de los 55 países más pobres; que más de la mitad de la población mundial tenga que malvivir con menos de dos dólares diarios; que las Sociedades de Inversión de Capital Variable (SICAV) --donde se resguardan grandes fortunas--, al igual que las estrellas de fútbol, tributen al 1%; mientras un trabajador normal, con sus rendimientos del trabajo, tributa en una escala progresiva del 24 al 43%; que los paraísos fiscales sigan ocultando impunemente a los evasores de impuestos; que un director ejecutivo medio gane 300 veces más que un empleado medio.

Pedro Serrano Martínez **

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