Escritor y director de la Biblioteca de Extremadura

Andrés Vicente Gómez, productor de la película El séptimo día --inspirada en sucesos de imborrable recuerdo, sobre todo para los familiares y amigos de las víctimas, es decir: todo Puerto Hurraco--, ha esperado dos meses para responder a unas críticas que, en su día, realizaron sobre ese proyecto el presidente de la Junta y el consejero de Cultura. El productor se descalifica a sí mismo con los exabruptos que vierte. Pero, ¿por qué ha esperado tanto para responder? ¿Por qué ha escogido precisamente este momento? Sin duda para hacerlo coincidir con el inicio del rodaje de su película. Y es que Vicente Gómez, por encima de cualquier otra consideración ética o estética, es un hábil empresario, diestro en el arte de la manipulación y promoción de sus productos. En círculos cinematográficos madrileños alguien, interesadamente, ha propagado el rumor de que desde Extremadura se quería censurar El séptimo día. Ese alguien ha confundido, premeditadamente, la palabra censura con libertad de opinión. También se ha dicho que se había vetado el rodaje del citado film en la región, como si, a estas alturas, eso fuera posible.

Cualquiera medianamente informado sabe que la única censura que hoy existe en la industria del cine es la dictadura del dinero, es decir, la que imponen los productores a tal o cual proyecto de película una vez hechas las previsiones de taquilla. Si se espera de un filme que sea taquillero, el industrial-productor arriesga un dinero que luego espera recuperar multiplicado, lo que no deja de ser legítimo. Lo demás son bobadas y cantos al sol. Pero lo más triste es que, como en una pesadilla reiterada, sobrevuelan Extremadura o aguardan agazapados ciertos paladines de la España de charanga y pandereta con sus hondas siempre dispuestas por si, venga o no a cuento, pudieran arrojar una piedra a cualquiera de los componentes del gobierno autónomo. El caso es que algunas de esas hondas se han unido a los productores-impulsores de la película contra Puerto Hurraco, llenándoseles de pronto la boca de tinta y términos como "libertad de expresión". Poco importa si, de paso, la piedra lanzada roza la cabeza de un pueblo, noble y entrañable como el que más, que se afana por aliviar sus heridas. Y es que tal vez no sobre recordar a algunos, relacionados o no con el cine, que Puerto Hurraco fue la víctima aquel fatídico día de agosto, ahora hace trece años. Y Puerto Hurraco ha hablado a través de sus autoridades legítimas y sus vecinos. ¿O tampoco ellos pueden opinar?

Convendrán conmigo en que la libertad de expresión y de opinión se conecta directamente con el pluralismo político, valor superior de nuestro ordenamiento jurídico. Sin ese derecho quedarían vaciados de contenido real otros derechos que la Constitución consagra, reducidas a formas hueras las instituciones representativas y absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática que enuncia la Carta Magna. Por eso, tal vez convengan conmigo en que por la autopista de la libertad de expresión se puede circular en todas direcciones (dicho de otra manera: no es obligatorio aplaudir ni a Saura ni a nadie). Y podremos circular todos --incluidos el presidente de la Junta y el consejero de Cultura-- y no sólo unos pocos, sean extremeños o no. Sentado lo anterior, tal vez no estaría demás evidenciar lo mucho que a Extremadura le ha costado salir del estado de postergación y humillación al que durante siglos se vio sometida. Tanto es así que, en el futuro, a los historiadores no les será difícil discernir entre un antes y un después de nuestro Estatuto de Autonomía. Por eso, por el enorme esfuerzo realizado por los extremeños durante las últimas dos décadas o dos décadas y media, nos indignan los tópicos y las manipulaciones, vengan de donde vengan. Si todos los años se hicieran diez películas sobre Extremadura, sobre hechos acaecidos aquí, o inventados para este contexto, posiblemente no estaríamos ahora hablando de El séptimo día . Lo que pasa es se hace una película cada diez años y, qué casualidad, siempre recurrente y estigmatizante, como si a quienes, desde Nueva York, desde Madrid, Segovia o la luna, ponen la mirada sobre la región les pasara lo mismo que a los cavernícolas de Platón, que nunca vieron sino las sombras del mundo en las paredes de la cueva y creyeron que el mundo era eso.