Vengo aquí a hablar de mi libro. No está mal, aunque sea durante un microsegundo, parecerse a Francisco Umbral. La semana pasada me enrosqué la boina y viajé a Madrid, en cuya Feria del Libro de El Retiro firmé ejemplares de mi 101 historias del boom del basket español.

Salió el año pasado y, en fin, se ha vendido razonablemente para los tiempos que corren, o al menos la editorial, JC, está contenta. Para mí, tras tantos años publicando en este periódico, supuso una novedad que me leyesen en ese formato, que puede parecer de otra época, pero que creo que sigue bastante vivo.

De hecho, el libro sigue conservando prestigio como objeto en sí. Hoy en día te regalan una caja de DVDs con la quinta temporada de Los Soprano o el último CD de Coldplay y poco menos que se lo tiras a la cara al que sea. Pero un libro sigue siendo un libro, aunque luego lo olvides en la estantería.

En este mundo de transición entre lo analógico y lo digital sigue dando una punzada de emoción ver a alguien absorto con un librito en un tren, en el banco de un parque o simplemente en el sofá de casa. El mío confieso que no es una obra maestra, pero sí algo soberanamente divertido sobre el que he recibido algunas felicitaciones de desconocidos que me han llegado al corazón.

Lo de Madrid estuvo bien, repitiendo las sensaciones del año pasado, cuando incluso vino gente a la que volví a ver tras dos décadas sin hacerlo. Mi ego regresó brutalmente satisfecho, claro. Intentaré combatir ese peligro, aunque por dentro sonrías y te digas que qué bueno eres, joder.

Resulta conmovedora la ilusión con la que alguna gente pide una dedicatoria incluso a algún don nadie como yo. Miras alrededor, ves las colas en muchas casetas y crees que hay esperanza entre tanta tecnología y tanta falta de sutileza. Que luego no los lean si les da pereza, pero que al menos los compren.