Escritor

De una preciosa manera semiclandestina, como cabe a una afición minoritaria como la de la lectura, tuvo lugar el martes pasado la presentación del libro Libros y lectores en Plasencia (Siglos XVI-XVIII). Apenas un puñado de personas de parte del público y de parte de la mesa, dos profesores de la Universidad de Extremadura, un lector y el autor, Ricardo Luengo Pacheco. Los profesores eran Isabel Testón, directora del trabajo, y Miguel Angel Melón, director del Servicio de Publicaciones de la UEX, que lo ha editado con la ayuda de Caja Duero. El lector era yo. No pudo elegir el profesor Melón una forma mejor de presentarme ante aquel familiar auditorio. En realidad, por culpa de esa elogiosa condición estaba allí y no pretendía hablar de otra cosa que no fuera mi experiencia de lector de ese libro. Un libro, por cierto, que remite a muchos libros, a miles de volúmenes. Un libro que habla de libros, lo que no deja de ser el mejor regalo para cualquier letraherido. Reconozco que cuando lo tuve la primera vez en las manos llegué a emocionarme. No en vano los tres sustantivos de su título están en el centro de mi propio corazón.

La investigación del historiador pone de manifiesto que Plasencia era en ese tiempo, el de los siglos que abarca el ensayo, una ciudad libresca comparable a Barcelona, Salamanca, Zaragoza o Valencia. Por la cantidad de bibliotecas existentes y por la calidad de los fondos que aquéllas poseían. El dato no es baladí. En la España de entonces se podían contar con los dedos de una mano a las ciudades que podría aplicarse tan prestigioso título. Los complejos suelen ser, este hecho viene a demostrarlo, fruto, casi siempre, del desconocimiento.

Entre otras virtudes, el libro de Luengo abre una vía inédita en este tipo de estudios dentro de la región extremeña. No sabemos qué nuevas sorpresas le depararán a su autor las indagaciones que está dispuesto a hacer en otras ciudades como Coria o Trujillo. Las bases, eso sí, están bien sentadas.

Para sorpresas, la que me llevé al conocer personalmente a Ricardo. Es tan joven y tiene un aspecto tan de niño bueno que su imagen no puede por menos que chocar con la del viejo sabio que, a tenor de lo escrito, parece. Leí su primera obra impresa con creciente interés y destacaría de ella su prosa cuidada; su rigor; que no hay en ella asomo de huera erudición ni de inútil pedantería y que tiene para con el lector la deferencia de la claridad expositiva. Que me perdonen quienes se den por aludidos, pero por suerte está muy lejos de ser la típica tesina reformada, tan indigesta como ilegible.

Hay algo de borgeano en este invento, siquiera sea por aquello del placer por la lectura silenciosa en el ámbito privado de las bibliotecas. De esos paraísos poblados de tesoros, como la placentina de los Carvajal. En estos tiempos de feroz localismo placentinista, rancio y ridículo, da un poco de risa que haya sido un peligroso cacereño capitalino el que rescate del fondo de la Historia algunas razones capaces de justificar nuestro más legítimo orgullo. De cosas así es de las que deberíamos presumir y, más allá, las que nos deberían impulsar a hacer las cosas de tal modo que siguiéramos siendo el "foco de actividad cultural" que fuimos.