Escritor

Cree el pescadero que el mundo caminaría más derecho si todos comiéramos más pescado y, el carnicero, por su parte, achaca los males del mundo a la carencia de productos cárnicos en la mesa del personal. Del mismo modo, el escritor opina que todo es cuestión de acrecentar la lectura, de echarle más libros a las seseras desustanciadas del gentío. Como se ve, cada cabra tira al monte que mejor pasto le ofrece. Aunque yo, en mi torpe discurrir, sospecho que la razón no se rija por criterios gremiales, ni siquiera para hacerle una cortesía a ese gremio sesudo que forman los intelectuales.

Entiendo que hay un mito en torno al consumidor de libros que apesta a pose pseudointelectual difícilmente tolerable. No alcanzo a comprender por qué una persona que lee mil libros a lo largo de su vida es mejor que otra que sólo leyó cien o cincuenta. O que un analfabeto. Si precisamente el primer motivo por el que debe aprender uno a leer y a escribir, entre otras cosas menos útiles, es para defenderse de las trampas que traen soterradas las letras menudas de los contratos de esos buitres ilustradísimos que saben escribir y leer, incluso en varios idiomas. Por supuesto que está la lectura por deleite; pero el deleite cada uno lo obtiene como le da la gana, escuchando a Verdi o saliendo a por la perca-sol al pantano de Alange, que no sé por qué va a caer en desmérito quien vaya de pesca con sus hijos y no quien lea a Paolo Coelho o la mayoría de periódicos, novelas y poemas que figuran en las actuales nóminas de superventas. El que precisa tener a todas horas un libro entre las manos, una cita inteligente en los labios, un arsenal de títulos en la sesera, es semejante a esa señora que no puede pasarse sin el runrún constante de la radio mientras realiza las tareas de la casa. Tanto de un modo como del otro, la cuestión se reduce a tener la mente entretenida en una telaraña de ruidos ajenos con el que declinar la obligación de pensar por uno mismo. Si de lo que se trata, de lo que siempre se trató, es de ser felices, eso no lo dan los libros, por mucho que nos duela. Sócrates no escribió una línea en su vida, ni Buda, tampoco Cristo, ni creo que sus lecturas fuesen más allá de un número reducidísimo de libros. Krisnamurti también nos advirtió de la inconveniencia de estar a todas horas buscando consuelo, sabiduría o lo que sea que cada cual busca, en las palabras de otros. En ese sentido, considero sano arrojar un poco de orden en el desmadejado camino de los libros que emprenden los jóvenes, que leer lo bueno no es tan importante como no leer lo malo, y esa sí que es tarea ardua, una lucha titánica contra la publicidad: el más dañino monstruo que vieron los siglos. Hay quien asegura, llevado por un entusiasmo infinito, que leer es vivir, que un libro es el mejor amigo del hombre. Incluso que si Bush y Sadam leyesen más, el mundo iría mejor. No sé, yo estimo tales afirmaciones extravagantes. Bajo mi punto de vista, leer es sólo eso, leer. Un goce subjetivo. Una actividad, aunque alta, lejos de proclamarse en el ejercicio concluyente que transforme al hombre en un ser virtuoso, entendiendo por esto lo que sirve para hacer más amable la convivencia entre las personas. Vivir es más complejo que la lectura de un puñado de libros. No digo nada nuevo al afirmar que es raro que alguien se haga mejor leyendo libros. Ni siquiera más pacífico. Ahí está Garcilaso que, entre soneto y soneto, mataba moros como el que más. O Hitler o Jack el destripador quien, según cuentan, era médico, y no de los peores. O el Marqués de Sade, ese exquisito narrador de tormentos. Stalin, Franco, Milosevich. Todos los políticos del mundo son y han sido ávidos lectores, y eso nunca ha evitado una guerra. Con esto no estoy declarándome enemigo de la lectura, ni mucho menos, sino que me rebelo contra esos que hablan de los libros como quienes han encontrado en ellos el secreto de la piedra filosofal. El que nació con la sesera de plomo morirá sin conocer las delicias del oro, por muchos libros que lea. Baste recapacitar sobre los dos libros que más han influenciado en nuestra cultura: la Biblia y el Quijote. Ambos magníficos, pero en nombre del primero se ha derramado tanta sangre que es difícil tener un ejemplar entre las manos sin sentir repelús; el segundo es la edificante historia de un hombre bueno que se volvió loco por leer los libros que no debía.