TYto no llegué a usar pizarra y pizarrín, pero mi hermano, varios años mayor que yo, sí. Recuerdo bien aquella fina tablita de piedra enmarcada en madera que hacía las funciones de los cuadernos de hoy. En ellas los niños escribían palabras y números que morirían enseguida, al ser eliminadas --cuando ya habían sido leídas o sumados y restados-- por el trapito que servía de borrador. Aquellas palabras y números eran verdaderamente ecológicas, desaparecían sin dejar residuos contaminantes y no necesitaban ser recicladas. Tampoco usé la enciclopedia Alvarez, que contenía todas las asignaturas y era el único libro del que se servían los alumnos de entonces. Asistía pues mi hermano a la escuela llevando tan sólo en su pequeña cartera su pizarra y su enciclopedia Alvarez.

Yo pertenezco a una generación que comenzó a ir al colegio usando el plumier, la cartilla de lectura y los cuadernos de caligrafía; aunque enseguida los cambiamos por el estuche escolar, los cuadernos de anillas o alambre espiral, y los libros de texto --uno por asignatura--.

Injustamente, estos libros de texto nunca han logrado caer demasiado simpáticos a los padres; digamos que son como animalillos intrusos que se meten en nuestras casas en el peor momento con una desagradable factura en la boca. Aún siendo tan repudiados, se trata de objetos muy útiles, porque junto con el maestro, son la base del aprendizaje de nuestros hijos en los colegios -en casa debemos ser los padres los que enseñemos-. No deberíamos ser tan antipáticos con estos libros, pero claro, son muchos los gastos que soportamos al cabo del año: teléfonos móviles, internet, vía digital, comidas y cenas en restaurantes, copas, tabaco, seguro de dos coches, etcétera. Y encima son de lo más inoportunos, se te presentan justo después de haber desembolsado mil quinientos euros por unas vacaciones de ocho días en el mes de Agosto en la costa.

*Pintor