Espero que no tarde en traducirse el ensayo de Allan M. Brandt dedicado al mayor asesino en serie que ha conocido occidente. En su The Cigarette Century (El siglo del cigarrillo) narra la escalofriante historia de una matanza sin duda industrial. Lo más asombroso no es la docilidad con la que los fumadores se han dejado asesinar, sino cómo fueron seducidos mediante perversas campañas publicitarias.

Fumar cigarrillos no era un hábito masivo a comienzos del siglo XX; fue la primera guerra mundial lo que disparó su consumo al asociar el cigarrillo con la figura romántica del soldado hundido en su trinchera, mirando las estrellas con un pitillo entre los dedos. A la masculinidad, que duraría hasta los vaqueros de Marlboro, se unió muy pronto la hembra sexualmente accesible. Durante la posguerra, Hollywood asoció tercamente el contacto sexual con cigarrillos cuyo humo sellaba el coito.

En 1953 aparecieron los primeros datos científicos sobre el cáncer de pulmón entre fumadores. Las compañías contratacaron con estudios escritos por prestigiosos mercenarios. En 1962 el informe del comité dirigido por Luther Ferry dio pruebas inequívocas, no solo de la relación del tabaco con el cáncer, sino de los millones de víctimas que ya había causado. Comenzaron entonces las batallas legales en las que la industria se impuso comprando médicos, abogados, jueces y congresistas. En 1988 fue un estudio gubernamental el que demostró la relación del cigarrillo con millones de muertes y el uso consciente de adictivos para enganchar al cliente por parte de las tabaqueras.

La batalla continúa, pero el público culto de los países ricos ya no se lleva a engaño y las ventas han caído. En consecuencia, las tabaqueras disparan ahora su publicidad hacia los niños y los países del tercer mundo. Tratan de matar a los más débiles e ignorantes.

Lo chocante de este asunto es la indefensión de los ciudadanos ante la publicidad. Si han sido capaces de vendernos nuestro suicidio, ¿qué no podrán vendernos? Por cierto: yo fumo.