Estos días he corregido algunos relatos cortos que guardaba en mi ordenador, y he descubierto para mi asombro que no recordaba ciertas historias que yo mismo escribí hace algunos años. Tanto es así, que hubiera aceptado de buen grado que esos cuentos eran obra de otra persona. Y sin embargo, una vez terminada la lectura, una oleada de recuerdos se agolparon en mi mente. De repente, comencé a rememorar cuándo, cómo y por qué escribí esas narraciones breves, las mismas que poco antes me habían resultado ajenas.

Por un lado, me alivia constatar que la literatura, mi literatura, ha sido, es y será el guardián de mi memoria; por otro, me asusta reconocer que ya no soy el hombre que escribió esos cuentos. Soy otro aun siendo el mismo, o soy el mismo aun siendo otro. Rescatando a Ortega, mis circunstancias se me han ido tanto de las manos que me resultaría imposible salvar al yo de antaño. Eso es lo que me chivan esos cuentos, que son mi imagen en el espejo de un pasado más o menos reciente.

Los escritores suelen perseguir compulsivamente la fama, el dinero y los aplausos. Me parece bien, pero nada de esto me parece tan importante como la certeza de saber que leerme al cabo de los años será posiblemente la única forma de recuperar, por momentos, a la persona que fui. Me consta que algunos escritores renuncian a releer sus primeros libros. No lo hacen, creo, por una cuestión de calidad, sino de edad. Todos hemos sido insultantemente jóvenes cuando empezamos a escribir, sea a los 20 o a los 80: perder la virginidad ante el folio en blanco es siempre un acto de juvenil voluntarismo.

Consumida gran parte de mi juventud, me asomo a mis antiguos escritos con el pulso febril, temeroso de haberme dejado demasiado en el camino. La literatura es el motor de la memoria personal. Cada frase literaria que escribimos tiene como misión salvarnos del olvido o, lo que es lo mismo, del vacío.