Mientras el Comité Olímpico Internacional rumía la suspensión del recorrido internacional de la llama olímpica, más preocupado por no incomodar a las autoridades de Pekín que por ejercitar la autocrítica, se expone a sumirse en el desprestigio y el oportunismo con independencia del resultado deportivo de la cita de agosto. Las imágenes que ha dejado el paso de la antorcha por Londres y París, las protestas que la han recibido en San Francisco y la multiplicación de declaraciones contra la insensibilidad del Gobierno chino, casan mal con la vacuidad retórica de los portavoces del COI. Incluso quienes se suponía más comprensivos con la línea argumental del COI, incluido Sebastian Coe, presidente del comité organizador de los Juegos Olímpicos de Londres 2012, se han liberado del síndrome de ceguera aguda que padecen los jerarcas del movimiento olímpico.

Es urgente para la buena salud de los Juegos de Pekín y de los que sigan que se desvanezca la impresión de que el negocio es lo primero y los derechos humanos ocupan un lugar secundario. Y en este punto es tan importante la actitud del COI como la de los gobernantes occidentales, que hasta la fecha se debaten entre la confusión y la ambigüedad, atrapados en la trama de intereses del milagro económico chino.

Porque a estas alturas del recorrido de la llama olímpica, la situación en el Tíbet no es más que uno de los aspectos de la protesta internacional; lo que está realmente en discusión es la naturaleza moral de una dictadura comunista de hierro, promotora de un capitalismo sin rostro humano.