Historiador

Nuestros pueblos, y no digamos las ciudades, tienen sus calles como cuentas de rosario: llenas de coches aparcados, amontonados y rodantes que no paran en su invasión de los espacios libres por tierra y aire (a veces incluso por agua, en fuentes, riachuelos, ríos...): ahí su pesada presencia material, sus humos, acelerones, bocinazos. Para ir al bar de al lado, nos encaramamos en los trastos y a rodar; para el trabajo de la esquina, nuevo manejo del volante; para ir a por los niños al colegio, nuevo rodaje, pues nadie quiere caminar. ¿Por qué? Tenemos prisa, hemos de aprovechar el tiempo, ganar minutos donde sea. Pero... ¿sacamos más tiempo motorizados todos por las calles?

El súmmum de nuestro amor por las ruedas se expresa con la lluvia. Si vemos que el cielo se encapota, que avanza una borrasca, que caen unas gotas por dispersas que sean, ya estamos incluso los más reticentes sacando los vehículos. Pero si llueve con más fuerza, hasta somos capaces de inventarlos para sacarlos a la calle. Consecuencia: paralizaciones, inmovilidad casi absoluta de cacharrería, nerviosismo, esperas eternas, pitadas antológicas, algún que otro encontronazo con ruido de cristales echados a perder y abollamientos de carrocerías, lo que lleva a embotellamientos de bigote, voces, escandalera. ¿Prisas? ¿Comodidad? La práctica demuestra resultados contrarios. Buenas botas, paraguas o impermeable cumplen con creces mejor la función que se pretende. Caminar es siempre, llueva o no, la justa alternativa. Además se hace deporte, y se engorda menos, que vamos a parecer todos gringos, con el perrito caliente en una mano, la otra al volante y la grasa inflando la papada y la barriga creciente de los ocupantes, sobresaliendo por las ventanillas.