La zona euro ha entrado en recesión, es decir, en un decrecimiento de su producto interior bruto --o un crecimiento negativo, en la jerga económica--, y no hay ningún indicio de que esa área de países ricos que comparten moneda vuelva a corto plazo a la senda del crecimiento. La primera economía de la eurozona, la alemana, acumula ya dos trimestres de decrecimiento --como le ocurre a Italia--, periodo que los economistas consideran el tope para poner formalmente el sello de recesión. Que nadie espere, por tanto, que la locomotora alemana venga, como en otras ocasiones, en auxilio del resto de países de Europa para salir de la crisis.

Mientras, el Instituto Nacional de Estadística confirmó ayer que la economía española ha retrocedido en el tercer trimestre (-0,2%), por lo que queda al borde de la recesión, porque no hay ningún indicio de que en los últimos tres meses del 2008 se produzca la recuperación. España viaja en el tren de la eurozona para bien y para mal, por lo que es lógico que su economía no sea una excepción en la caída. Es más: no cuesta pensar que la salida del túnel será aquí más difícil porque a los factores internacionales se suma el duro ajuste del sector de la construcción, que no deja de enviar trabajadores a la cola del paro. España tiene, además, en la ahora deprimida Europa su principal mercado, por lo que es imposible que las exportaciones se recuperen y puedan tirar del conjunto de la economía.

Tanto la OCDE como expertos privados subrayan estos días que la recesión será más larga que en otros momento de crisis, cuando los ajustes se producían en plazos relativamente breves. Lo de ahora no es un catarro, sino una gripe severa. Y sería bueno que todos --estados, empresas y familias-- tomaran las decisiones pertinentes pensando que aún faltan muchos meses de dificultades. De hecho, los cálculos más optimistas hablan de que los primeros síntomas de cambio de tendencia no llegarán hasta los últimos meses del 2009. Así las cosas, el mundo mira hoy expectante hacia Washington, donde los dirigentes de las principales economías, las ricas y las emergentes, debaten una estrategia común para evitar una gran depresión como la que siguió al crack de 1929. El G-20, ampliado con España, Holanda y Chequia, no tiene soluciones mágicas, pero al menos permite pensar que alguien se ha puesto al frente del combate contra una crisis implacable.

Las consecuencias de la crisis económica tuvieron ayer un reflejo claro también en Extremadura. En una reunión de la que, por su formato, no se conocen precedentes, el presidente de la Junta convocó en el Palacio de Congresos de Mérida a todos los altos cargos y personal de libre designación de la Administración autonómica para transmitirles el mensaje de que hay que reducir los gastos al máximo y centrar todos los esfuerzos en el mantenimiento del empleo. Tal vez los ciudadanos se queden con el compromiso de Fernández Vara de que, a partir de ahora, se alojará en hoteles de tres estrellas, pero más importante que este es el mandato dado a las consejerías de que agilicen todas sus licitaciones, que primen a las empresas extremeñas por ser las que crean empleo en la región y las resuelvan en el primer trimestre. Son medidas lógicas y acordes con la difícil coyuntura que vivimos. También lo es la posibilidad de que la Junta tenga que revisar el presupuesto del año próximo para recortar el gasto. Quizás haya quien achaque al presidente que, con su discurso, está lanzando un mensaje negativo a la sociedad, pero con la que está cayendo negar la realidad sería una irresponsabilidad. Vara, y le honra, no quiere incurrir en ella.