Se habrán vuelto locos. Definitivamente locos. Verles caer desde las alturas, donde antes parecían intocables, es todo un ejercicio de humildad. Y disculpen que ni les nombre, porque acabaría haciéndoles ya más famosos de lo que son por sus delitos, juzgados por un tribunal ante el que nunca pensaron verse. Han envejecido, se les ve demacrados, como si la vida les hubiera pasado por encima en estos años de crisis para muchos y de barra libre para ellos. No dan pena. Dan tristeza.

Compasión por el tiempo que les espera allí donde la peor condena será el olvido. Este ha sido un país tolerante, seguro que en exceso, con esa clase de gente a la que no le ha temblado el pulso para hacerse rica a costa de los esfuerzos de los demás. De los ahorradores. De los currantes. Mientras, ellos, absortos en su codicia, solo querían más y más. Me provocan lástima. Con la libertad perdida, con el insulto en la puerta de los juzgados, refugiados en sus casas de lujo mientras la sombra se va haciendo más oscura. ¿Qué pensarán sus familias? ¿Que mereció la pena jugársela para ganarse el descrédito social? Algunos de ellos podían haberse dedicado a plantar lechugas con un poco de lo que habían recibido hasta que la avaricia hizo estallar el saco. O con lo que les tenían asignado por su condición social regalada. ¿Nadie les avisó de que se estaban equivocando? ¿Tantos miraron al otro lado para verles caer luego?

Y aún hoy quieren convencernos de que no quisieron lucrarse. Hay tantas preguntas que ya no tienen respuesta, que mejor no hacerlas en voz alta… De que el resto estaba ciego y ellos no. Se habrán vuelto locos. Probablemente ya nunca verán un sol tan brillante como antes. Más que náusea, dan tristeza, como cantó Aute en la canción La belleza. La televisión sigue escupiendo dosis de realidad que superan la ficción. ¿Seguirá la pesadilla?