WLw os terroristas que pretendían hacer estallar en vuelo hasta una decena de aviones han logrado su propósito en buena medida al obligar a las autoridades británicas y estadounidenses, y detrás de ellas a las de todos los países, a adoptar medidas de control y seguridad excepcionales en todos los aeropuertos.

A diferencia de otros episodios en los que el zarpazo terrorista se ha traducido en una trágica pérdida de vidas, en esta ocasión el pánico se ha apoderado de medio mundo porque las dimensiones de la amenaza descubierta desbordan los cálculos de la mente más retorcida. Los millones y millones de personas que todos días pasan por los aeropuertos y viajan en avión han incorporado la amenaza terrorista global a la vida cotidiana en un reflejo aplastantemente lógico del instinto de supervivencia.

La extracción social de los implicados en la trama no ha hecho más que multiplicar exponencialmente las incertidumbres. En el corto periodo de tiempo que media entre los atentados del 11-S y hoy se ha pasado de tener la sensación de que la amenaza procede de fuera a saber que habita entre nosotros.

Con lo cual, no solo tenemos siempre presente el terrorismo sin fronteras, porque se asocian a él herramientas de nuestro quehacer diario como el metro o los aviones, sino que cunde el temor de que los lunáticos de la bomba pueden ser nuestros vecinos. Los hechos del Reino Unido demuestran que esa es la triste realidad.