Filólogo

Uno se precave lo suficiente para no herir susceptibilidades; reconoce la fuerza de las costumbres; entiende que sobre gustos no hay nada escrito y sabe por experiencia que es mejor respirar hondo y contar hasta diez antes de pronunciarse sobre ciertos temas, pues bien, con todas esas prudencias diré que detesto esa compañía de romanos desfilando a golpe de tambor y desafinadas trompetas durante la Semana Santa.

Se equivoca quien pretenda ver en estas líneas cualquier desdén sobre la Semana Santa, las procesiones, las cofradías, pero sí desdeño, cuestiono y aborrezco ese pastiche y ese desfile del feísmo y lo caricaturesco que cada año nos martiriza: esa compañía de romanos de latones relucientes oliendo a sidol, de penachos mareados sin aire que les inhieste, esos soldados en minifalda, con unas medias ridículas insinuando pantorrillas y unas sandalias machacando toda marcialidad tras las celadas, es lo más parecido a una cohorte de hoplitas en retirada que pudiera pasear con tanto acierto la bandera del arco iris como el pendón del imperio. Una cosa es el tipismo, y otra, el atentado estético.

¿Necesita la Semana Santa cacereña a los "romanos"? ¿Necesitamos esos tambores que desplazan la música gregoriana, el recogimiento y el fervor que nace en los Adarves, crece en las callejuelas de la ciudad monumental y se eleva a las torres recortadas sobre el silencio? ¿No es éste un marco majestuoso para una Semana Santa con carácter propio, definido, diferente, que concilie la religiosidad con esa geografía donde la imaginería más resplandece y el silencio más unción concita? Sobra el mal gusto y que hay que ir a una Semana Santa genuina, autóctona e idéntica; más atractiva y seductora.