Aunque España fue la primera nación (dejémoslo ahí) europea que pisó tierra americana, la perfección del comercio transoceánico no nos correspondió a nosotros. En España, fíjense, dedicamos demasiado tiempo a cuestiones (leánse disputas) internas e intestinas y, a pesar del privilegiado punto de partida, terminamos perdiendo nuestra posición hegemónica. Seguro que aprendimos de aquellos lodos. Seguro.

En fin, británicos y holandeses acometieron con decisión el crecimiento de las vías de comercio con «las Indias», extendidas después a Asia. A imagen del origen en España y Portugal, comerciantes británicos y oranjes unieron fuerzas para crear compañías de comercio. Tal fue su éxito que, en los albores del siglo XVII, empezaron a recibir apoyo público en forma de prerrogativas propias de los estados (de ahí el nombre común de «compañías privilegiadas»). Estas compañías devinieron en monopolios, con un alcance e influencia impensable hoy: recursos militares propios, exigencia y cobro de impuestos e incluso, apertura de cárceles en las que aplicar «su» derecho penal. Auténticos monopolios al que pocos estados resistieron al impulso de intervenir en ellos.

Los poderes públicos en Estados Unidos siempre han sido especialmente reacios a ver crecer monopolios bajo sus narices. Se podría decir que por herencia de su seminal carácter de colonia. Pero los tiros van más por el lado del control y la dinámica del mercado. Europa, en su inacabado proceso de construcción, ha seguido esta vía. Teniendo en cuenta esto, poco sorprende que desde ambos gobiernos empiece a existir un fuerte escrutinio de las grandes tecnológicas.

En Estados Unidos (fieles a evitar los rodeos, lingüísticos y políticos), tras el anuncio del Senado de investigar a Facebook, Google o Twitter con el pretexto de los lazos con Rusia, se esconde el deseo de someter a las compañías de internet a una mayor regulación. El primer argumento hace diana a nuestros temores más recientes: una regulación excesivamente laxa fue uno de los principales fundamentos de la gran crisis financiera que se originó en 2008.

Conscientes de que es un solo argumento, y paulatinamente, difuminado en la memoria colectiva (la que después se refleja en las urnas), los poderes públicos se basan en dos elementos que justifican el afán de una mayor intervención de estas compañías. Por un lado, la fiscalidad. Existe una impresión generalizada de que los grandes de internet han «optimizado» sus obligaciones fiscales, aprovechando su huella global. Así, es fácil dar a entender que los mismos beneficiados por la libertad que estas conceden como usuarios, al mismo tiempo son perjudicados, víctimas de un expolio fiscal al que poner cota.

Por otro lado, la acumulación de los datos de usuarios. Ahora que hasta el Financial Times lleva en portada un artículo que habla de los datos personales como el «petróleo de la nueva economía», los gobiernos entienden que puede existir una invasión del ámbito privado que debe ser objeto de regulación.

Apple cuenta con un remanente de caja que (de ser comparable) le situaría entre los países con mayor superávit del mundo. El dominio de los medios empieza a centrarse en Silicon Valley: por ejemplo, Google acapara el 88% de cuota del mercado de publicidad online, y Facebook (incluido Instagram, Messenger y WhatsApp) controla más del 70% de las redes sociales en teléfonos móviles.

Sin duda, las intenciones de muchos de los legisladores y de supervisores estarán cubiertas de una capa de buena voluntad. Pero no es complicado traducir «regular» por intervenir. Justo cuando estas compañías devienen en monopolios y suman prerrogativas antes solo predicables de un estado. De lo que hablamos es de una lucha de poder. Un poder más complicado de gestionar, más líquido si quieren, y opacos a los poderes públicos.

En estas compañías el poder no reside en la influencia sobre los poderes públicos, porque no les hace falta. Son auténticos monopolios informativos y de interacción, con el activo de miles de usuarios más dispuestos a creer a su propia red que a gobiernos de cualquier tipo. Tienen influencia para convocar a miles de personas, como ya hemos comprobado ¿Podrían cambiar el resultado de unas elecciones?

Sin duda, un choque cultural que va a requerir que los estados regulen de una forma novedosa para ellos: desde el conocimiento y no desde la prohibición. Tiempos interesantes.