Escribo estas líneas pocas horas después de que Manuela Carmena (alcaldesa de Madrid, Podemos) y Cristina Cifuentes (presidenta de la Comunidad de Madrid, PP), hayan homenajeado juntas a las víctimas del 11-M, en su 14º aniversario. Cuando las he visto de la mano he recordado la crispación política sobre la autoría de los atentados, que abrió uno de los enfrentamientos más duros entre la derecha y la izquierda de este país. Y he pensado que la mayoría de la ciudadanía prefiere las imágenes de ahora que las de hace década y media.

Una de las derivas más absurdas y peligrosas de la sociedad contemporánea, en demasiadas ocasiones secundada desde la política, es el incremento de luchas entre contrarios aparentemente irreconciliables. Incluso en espacios donde la lógica del desarrollo humano nos dirigía hacia un mayor consenso, nos vamos encontrando con radicalismos que tratan de tirar de la cuerda hacia extremos que imposibilitan unos mínimos acuerdos de convivencia.

He pensado en ello esta histórica semana de lucha feminista, cuando ha quedado claro el avance extraordinario del anhelo social por la igualdad, y también el crecimiento de un machismo militante que parece haber nacido a la sombra del feminismo radical durante las últimas décadas.

Antes el machismo era un latir social inconsciente que enmarcaba las relaciones entre hombres y mujeres, o algo consciente de lo que los hombres debíamos avergonzarnos. La lógica social nos impulsó a cambiar eso tan vergonzante, pero mientras el feminismo ha logrado marcar la agenda política para abolir ciertas prácticas, ha nacido una tercera forma de vivir el machismo, que es militando en un antifeminismo cada vez más agresivo. Un machista orgulloso era rara avis hasta hace poco, pero la especie está desarrollándose rápidamente.

Algo parecido, en un sentido más amplio, está ocurriendo en el eje ideológico izquierda/derecha. La brutal crisis económica que colocó a las clases medias y bajas en un panorama social terrorífico hizo florecer los movimientos de ultraizquierda, ante el evidente fracaso de la socialdemocracia por embridar la insaciable pulsión mercantil del neoliberalismo. Como la lógica social marca inexorablemente, ese renacimiento de la ultraizquierda provocó rápidamente un despertar de la ultraderecha, que dormía avergonzada desde el final de la II Guerra Mundial por su responsabilidad en la muerte de millones de personas en toda Europa. Si hace unos años parecía imposible que un franquista confeso concediera entrevistas en televisión o que la esvástica nazi formara parte de la nueva política, esos signos parecen haber vuelto para quedarse.

Son unos síntomas más de que el consenso mundial en torno a determinados conceptos ha saltado por los aires. Y así, en ese lugar común de placidez social y política que permitía encontrarnos por el camino a muchos que pensábamos distinto, se ha producido un fortísimo efecto centrífugo, lanzando a los extremos del arco social a unos y otros, y dejando casi completamente vacíos los espacios de consenso. No hace falta decir que esto es letal para la convivencia a largo plazo, y que es una de las correcciones más urgentes que deben estar en la agenda de la nueva política.

Lo que ocurre es que nadie debe caer en la tentación, y menos desde la izquierda, de buscar acuerdos a costa de todo. Al contrario, pues si algo hemos aprendido del desplome del viejo consenso, es que ningún avance es para siempre. Por tanto, ese consenso ha de ponerse en la agenda como absoluta prioridad, pero siendo contundentes en las líneas rojas. Entre ellas, que el machismo militante debe ser repudiado unánimemente por la sociedad, y que los intentos involucionistas desde la ultraderecha deben encontrarse con gigantescas movilizaciones sociales en las calles.

Aunque el 15-M nos lo vino a recordar con claridad, parece que ya se nos había vuelto a olvidar que los grandes cambios se han logrado siempre en la calle. Los pensionistas primero y las mujeres después nos han recordado estos días que las peligrosas luchas de contrarios pueden merecer la pena como transición hacia un nuevo consenso que, como el anterior, se construya sobre dogmas progresistas que nadie discuta.