Dramaturgo

Lucía se pintó de azul el cabello y espera, junto a los ángeles su museo, que alguien le indique la cueva donde poder retirarse definitivamente. Lucía sabe muy bien qué destino nos espera.

Ella, una de las más hermosas actrices que el cine descubrió, y la más hermosa mujer madura que he visto nunca en ese reportaje que le ha hecho Rosa Montero en El País, ha venido identificando el futuro desde niña.

Lucía Bosé sabe que tras esta época de testimonios, manifestaciones, de oratoria inútil y de gestos contra lo inevitable, llegará el silencio seco del desierto, el tacto áspero de la arena que invadirá los lechos de los arroyos y el aliento febril de las últimas brisas que abrasarán la piel de quienes todavía vivos, esperando un último milagro, quieran observar el atardecer del hombre sobre la tierra.

Por eso se marcha a la cueva y empaqueta sus pertenencias y quiere hablar con los ángeles, sabiendo que hasta los ángeles son ateos, y se pregunta para qué sirve la belleza, la suya, la de sus hijos y nietos, la de su percepción de España, aquella España que sólo tenía una peluquería de lujo a la que iban las mujeres con el permiso escrito de sus maridos.

Lucía se va y se va con ella la belleza.

Tal vez el destino está en las cuevas que un día fueron inicio de la vida y hoy, ante los tambores de guerra, de la última guerra que resistirá este mundo harto ya de ser viejo y ambicioso, serán el refugio de los que nada van a ganar y lo han perdido todo.

Maldita guerra, malditos los que la desean, malditos los que no saben ver la belleza en el rostro de una mujer madura.