La ciencia ha traído al mundo a una niña con los ojos abiertos a toda la luz de la vida. De haber sido por el gusto de la naturaleza habría permanecido por siempre absolutamente ciega, al igual que sus padres, ambos portadores de unos genes de ceguera hereditaria. Pero he ahí que se ha cruzado en el camino de la niña la ciencia generosa de un puñado de hombres que le han puesto en el círculo diminuto de sus pupilas el regalo de la luz. Este suceso extraordinario no ha ocurrido en Wisconsin ni en una novela de Paulo Coelho, sino en un hospital de Alicante, en esa tierra donde el sol debe estar ahora mismo alto y prestigioso, refulgente como un medallón de oro que los abogados de Piper Rudnik no podrán poner nunca en la solapa de ningún presidente.

Supongo que alterar con tanta violencia los designios que el destino había dibujado para esta criatura debería ser considerado por los integristas de todas las religiones como el insulto más grande que la ciencia arroja al rostro de Dios. Sopesado a la luz del sentido común no les faltaría razón. Aquí es donde uno esperaría escuchar la voz de los obispos y no en asuntos de alcoba.

Cada milagro que realiza la ciencia es una cucamona que el hombre lanza contra natura y por la que habría que poner el grito en el cielo y no por lo de los matrimonios gays. Pero es que precisamente si algo encumbra a la condición humana es el estar en tensa y perpetua cruzada contra la naturaleza, nuestro enemigo natural.

Si uno tuviera las fuerzas y la lucidez necesaria para desarrollar la idea, argumentaría con pelos y señales que lo que diferencia a la izquierda de la derecha es el modo de enfrentarse a la naturaleza. Para unos es como un campo de batalla donde los milagros no computan, para otros es sólo una estación de cercanías donde aguardan el viaje definitivo. Lo demás son cosas de la economía y la propaganda.

Lo que pasa es que ahora, con esto de la televisión y la globalización, está todo mangas por hombro, revuelto y confuso. Los reyes se casan con particulares y veranean en Mallorca, como los del Inserso; los socialistas otorgan galardones a los obispos y salen de caza con los reyes y los directores de banco; mientras que Fraga se echa unos puros con Fidel Castro y Aznar se hace amigo del presidente de una república imperialista. Esto no hay quien lo entienda.

Cómo sorprendernos entonces el que Agatha Ruiz de la Prada vista de republicana en la boda de un príncipe y corra días después a las puertas del Ministerio de Justicia para poner en orden la herencia de su tío que la convierte en baronesa y en marquesa de Castelldosrius a fuerza de talonario. Si mi abuelo levantara la cabeza volvería a enterrarse con sus propias manos. O quizás no. Porque yo escribo estas líneas a pie de playa, con los dedos aún húmedos de agua del Mediterráneo, en una turbamulta de cuerpos de todos los colores y de todas las razas, donde las mujeres y los hombres se tuestan desnudos bajo un sol equitativo sin que nadie se escandalice por los besos que esas dos ninfas se regalan casi a un metro de mi tumbona.

Estoy respirando el aire transparente y humanizado de un principio de siglo que me han dejado en herencia los hombres que alguna vez plantaron cara a la tiranía de Dios y de la Naturaleza. A pocos kilómetros de esta orilla, los ojos de esa niña que debió nacer ciega estarán comiéndose a dentelladas los colores del horizonte. Sus padres, ciegos, han sabido ver la ironía y le han llamado Luz.

*Escritor