TCtada otoño me ocurre. Cruzo el parque de Castelar una tarde, me dejo bañar por la luz cobriza (me quito de la cara las telarañas que cada octubre revolotean por la ciudad como retales imposibles de nubes perdidas) y miro hacia el banco solitario, el banco de la Zapatones. Hubo un tiempo en el que me invadía la melancolía y me sentaba en ese banco, pero he llegado a una edad en la que sólo me conmociona el futuro próximo o lejano (como a los astronautas) y sólo me limito a mirarlo. La Zapatones me hizo un poco poeta (de adolescente me hizo un mucho cabrito porque nos incitaba al cachondeo) y canté sus tardes de otoño solitarias, sentada en el banco con un bolso inverosímil en sus manos, vestida con su absurdo traje de lana y calzada con unos inmensos zapatos de tacón ancho. Se pintaba los labios la Zapatones mirándose reflejada en un espejo que la mentía, se perfumaba la Zapatones como un difunto antes de pasar su segundo velatorio, se adormecía la Zapatones esperando a un amor que nunca volvió. Se reía la Zapatones con una risa que helaba la sangre.

Cuando escribí la primera vez sobre ella, un amigo poeta me advirtió: "Todos somos Zapatones". Yo insistía en destacar los aspectos más esperpénticos del personaje, hasta que comprendí el significado de esa frase. ¿Quién de nosotros no espera? ¿Quién de nosotros no se ha dejado mentir por los espejos? ¿A cuántos nos ha merecido la pena esperar? Y llegó el otoño, largo, cargado de reflejos porque la luz que aparentaba alumbrarlo todo se desvanecía. Por eso miro al banco de granito: porque yo soy el que espera y mi traje, mis zapatos, mi mirada y mi risa empiezan a helarme la sangre.

*Dramaturgo y director del Consorcio López de Ayala