Meses atrás escribí sobre la novela en que se ha convertido la desaparición de Diana Quer. Si el misterio sobre Diana atesora los componentes de una novela en toda regla, lo de Madeleine McCann es ya un folletín por entregas digno del siglo XIX.

Se cumplen diez años desde que la niña se esfumó --tenía entonces tres años de edad-- de un complejo hotelero en Portugal mientras sus padres cenaban a 60 metros del apartamento que ocupaban en alquiler. En estos años la imaginación desbordada de miles de ciudadanos ha situado a la niña en tantos países como podamos localizar en el mapamundi. Madeleine está en todas partes y, desgraciadamente, en ninguna. Sea por satisfacer nuestros buenos deseos o por alimentar la curiosidad, sería deseable que el caso Madeleine se cerrara cuanto antes (a ser posible, con final feliz). Pero quién se atreve a suspirar por un final feliz en una novela destinada quizá a perpetuarse ad aeternum.

Durante este decenio, numerosos aficionados, mitad novelistas mitad investigadores, han explicado al ancho mundo que la niña fue raptada por unos gitanos, por un vecino o por una mujer europea; en otros casos fue asesinada por los padres, que contaron con la ayuda de espías británicos para esconder el cadáver; y en otros se nos asegura que está retenida en una mazmorra... Y, para no variar, leemos noticias recurrentes en las que se nos asegura que la investigación policial ha avanzado mucho, fórmula secreta que usan los investigadores para confesar que no tienen ni idea de lo que sucedió.

Madeleine McCann, Diana Quer o Yéremi Vargas son solo tres desaparecidos que parecen haber sido tragados por la tierra. Cuando la realidad no está dispuesta a cerrar un caso, la única alternativa posible ante la decepción y la ignorancia es el ejercicio de novelar tramas mientras la vida, ajena a nuestras pulsiones, prosigue su obstinado curso hacia ninguna parte.