Hace unos días acudí en plena ola de calor a un emblemático edifico de la Gran Vía de Madrid para participar en una entrevista, grabada con motivo de un proyecto educativo-cultural.

A la salida, mientras huía hacia la boca de metro, me preguntaba cuáles eran las razones acuciantes por las que tantas personas se encontraran en aquel humeante caldo neurálgico a las cinco de la tarde.

Intuir que muchos estaban allí por mera apetencia me hizo caer en la cuenta de que algunas cosas en mí han cambiado inexorablemente. Y recordé aquella época en la que yo vivía muy cerca, en una calle que muere en la plaza de España.

Era posiblemente el mismo Madrid que ahora, con personas y motivaciones similares, pero yo era otro.

Entonces podría afrontar el ruido, la masificación peatonal, las algaradas de las manifestaciones y los orgullos excesivos con un arma muy saludable: la juventud.

He de confesarlo: estoy algo viejo para el centro de Madrid. No obstante, sigo percibiendo su encanto, sobre todo en las noches de verano, cuando duerme gran parte de la ciudad, se silencian las altas temperaturas y el tráfico muestra su rostro más amable.

Es en ese Madrid libre de aglomeraciones con el que mi vetusto espíritu se reconcilia de vez en cuando. Madrid es un padre autoritario que te da mucho, pero al mismo tiempo te exige mucho.

Madrid te da museos, grandes librerías, salas de conciertos, estadios de fútbol y restaurantes de primera, pero te exige urgencia, resolución y adaptabilidad a la marabunta.

Cuando sea anciano -si llego a ello- y me convierta en un abuelo cebolleta, recordaré las luces de neón de la gran ciudad, las noches sin fin, los grandes parques y la vida convulsa como prueba de que algún día yo también fui joven.

Mientras tanto, frecuento el centro de Madrid como se frecuenta a esa amante efusiva en cuyos brazos puede uno morir de amor pero también de indigestión.