Por razones familiares, sociales y profesionales, me he pasado la vida rodeada de maestros.

Mi madre, doña Carmina, como se decía antes, fue maestra muchísimos años. Recuerdo sus fichas de eles picudas y las grecas, y el rumor de folios (un oleaje constante) que se producía al abrir la puerta de su clase.

Recuerdo también que traía a casa deberes del colegio, trabajos manuales, pequeños detalles para el día de la madre o del padre, cuando era verdad que importaba la intención y no el regalo.

A lo mejor lo que importaba era la falta de dinero, por eso se envolvían pequeños jabones, o se coloreaban piedras que seguramente muchos conservan como si fueran preciosas.

En mi colegio tuve también muchos maestros, con minúscula, con la eme cotidiana que te prepara para la vida y se deja de zarandajas de mayúsculas y solemnidades.

Hay que cepillarse los dientes. Ceder el paso a los mayores. Colorear sin salirse. Preguntar, preguntar siempre. Hacerse el lazo de las zapatillas, mucho más complicado que cualquier ecuación o traducción de Virgilio. Abrocharse el baby.

Tampoco se necesita mucho más para ser persona.

Recuerdo las fiestas del colegio, el salón de actos apolillado donde siempre era noviembre, y donde empecé a perder el miedo a hablar en público.

Ahora, son otras manos las que pelean con los botones y las ceras. Otros ojos los que se empapan de historias llenas de colores.

Qué difícil aprender las vocales, la abstracción suprema de la lengua escrita.

Y qué milagro aprender a leer, la eme con la a, doña eme, los labios juntos, la cara concentrada para subir el primer peldaño de una escalera que puede llevarte a la felicidad de la literatura.

Esta semana se ha celebrado el día del maestro. Ya saben, esas manos que nos guiaron, las que guían a nuestros hijos. Las que nos curaban en los recreos, las que sacaban punta a nuestros lápices y nos enseñaron a llamar a la puerta y guardar el turno en la filas.

Las manos manchadas de plastilina con las que aprendimos a sumar, a restar, a doblar un simple papel y convertirlo en una pajarita.

No lo hemos sabido ver, ni agradecer nunca, pero esas manos de la infancia nos han enseñado lo más importante de la vida.