Escritor

Tres D definen la naturaleza de un periodista de raza: dipsómano, depresivo y divorciado, o al menos eso dicen ellos de sí mismos. Y esta burla que se gastan los del gremio periodístico viene de la mano de un pensamiento que me ronda hace algunas noches, tantas como dura ya el bombardeo sobre Bagdad. Baltasar Gracián, siglos atrás, dejó escrito aquello de que tres S encierran las esencias de la felicidad humana: santidad, salud y sabiduría. Si bien es cierto que éste había tomado prestada tal idea de Tales de Mileto, el cual deseaba, a los que bien quería, salud, riquezas y entendimiento.

Luego, con el correr de las generaciones, rizando el tirabuzón del lirismo, quisieron convencernos de que apenas tres cosas bastan para colmar la vida: salud, dinero y amor. Tres formas dispares de encarar la existencia y que definen tres épocas y tres almas muy distintas; aunque, a decir verdad, lo que a mí me conmueve no es la filosofía de estos tres sabios, sino la obstinación del número tres, ese símbolo sinuoso como un canto de sirena. El tres es un signo fascinante, un guarismo cargado de magia y de misterio. Y de una enorme simbología judeocristiana. Dios, a lo que aseguran testigos no presenciales, creó al mundo en dos golpes de tres días; al séptimo, y hasta la presente, descansó. Tres, el inefable equipo que conforman el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tres, las potencias del alma. Cuatro veces tres, el número de los apóstoles. Tres, las renuncias de Pedro. Tres, las cruces sobre el Gólgota. Tres y tres, la edad de Cristo. Tres, los días que estuvo entre los muertos. Y hasta los científicos, tan poco dados a la laxitud y la superchería, recurren casi sin querer a la taumaturgia del tres: diga treinta y tres, pide mi médico de cabecera cuando quiere ahondar en la negritud de mi pecho. Tres, las hijas de Elena. Tres, los mosqueteros de Dumas. Tres los presidentes que estamparon su rúbrica sobre las Azores, dando el pistoletazo de salida a una guerra que sólo ellos comprenden. Tres, los aviones que colisionaron sobre el Pentágono y las Torres Gemelas, esos edificios imponentes e impotentes que humillaron su imperiosa arquitectura contra el suelo como tres tristes tigres hendidos por el rayo. Pero únicamente dos son las Guerras Mundiales. Y sólo a las manos de un puñado de hombres corresponde hacer que la voracidad del tres no nos devore por donde más hemos pecado. Si hay una Tercera Gran Guerra, ya no habrá otra. A la tercera va la vencida. Pero si triunfara la cordura y la paz, si fuéramos capaces de parar las bombas, el estrépito nocturno de las sirenas, el llanto aljamiado de los niños sin piernas y sin futuro, entonces ¡tres hurras por el hombre!