El ataque mortal a la ministra sueca de Exteriores, Anna Lindh, ha reavivado el amargo recuerdo del asesinato del primer ministro Olof Palme, hace 17 años, y recrudece la polémica sobre la seguridad de los políticos y los errores policiales. El primer ministro, Göran Persson, aseguró que esta agresión es un ataque contra la "sociedad abierta" sueca, pero nada dijo de por qué no se tomaron precauciones en un escenario inflamado por el referendo sobre el euro, del que la víctima era defensora.

Una vez más, como ocurrió en Holanda con el asesinato de Pim Fortuyn, los ciudadanos están conmocionados y desconcertados al comprobar la falaz presunción de que los países del norte de Europa más prósperos han creado una sociedad inmune a la violencia política y el fanatismo. El asesinato de Palme sacudió las instituciones suecas. El nuevo magnicidio sin duda planteará un dilema a las autoridades: preservar su modo de vida, en libre contacto con los ciudadanos, o plegarse a los imperativos de la seguridad en una sociedad crecientemente compleja y agresiva. El sueño sueco de una sociedad abierta, cada día más justa y tolerante, ha sufrido otra tremenda sacudida de la que tardará en recuperarse.