Los partidos en liza prometen en sus mítines, cada uno de ellos, erradicar la violencia homicida contra las mujeres, pero ¿por qué no la han erradicado ya aquellos que llevan décadas con responsabilidades de gobierno? Las setenta víctimas mortales que esaviolencia machista cosecha cada año no serían tales, o cuando menos gran parte de ellas, y a día de hoy seguirían criando a sus hijos, trabajando, soñando, acertando o equivocándose, construyendo o reconstruyendo, en fin, sus vidas.

Acabar con esas matanzas de mujeres (¡hasta cuatro asesinadas en un sólo día!) no es, ciertamente, cosa fácil: ni la inexistente educación en el respeto vela por ellas, ni el Gobierno puede colocar un centinela ni dios un ángel guardián en cada relación de riesgo, que potencialmente pueden serlo todas. Pero, ¿no ha conseguido el Estado erradicar el magnicidio, esa práctica tan corriente en el pasado y aún hoy en muchas latitudes? Más de un loco o de un fatalmente ofuscado querría liquidar al Jefe del Estado, o al del Gobierno, o al de la oposición, o a un alto magistrado, o a un obispo, pero algo, probablemente el eficaz aparato de custodia y seguridad establecido en torno a esos grandes personaje, se lo impide. ¿No es la mujer también, acaso, un gran personaje? ¿No es,por ventura, tan digna de protección, y aún más por su condición de artífice de la vida, como un rey, un presidente, un juez o un obispo? ¿Vale menos su vida? ¿Importa menos?

Cuando alguien asesina a una mujer comete, y esto conviene que lo sepan los juristas y los políticos, un magnicidio, pero un magnicidio que, al contrario de algunos de los perpetrados contra mandatarios, es siempre nefasto.

Pertenecemos a una sociedad que permite el magnicidio consuetudinario, y que ante él se limita a dictar leyes que no han de cumplirse y a organizar un poco de ruido mediático, cuando no a empujar a las propias víctimas a los pies de los caballos. Si no se permite que se mate al rey, al juez o al obispo, ¿por que se deja matar a las mujeres?