Recientemente saltó la noticia de que la fiscalía pedía el castigo, con penas de prisión, para una estudiante de la Universidad de Murcia por tuits en los que contaba chistes de humor negros sobre el asesinato de Carrero Blanco. No es el único caso. El juicio al concejal madrileño Guillermo Zapata o el caso de los titiriteros obligan a reflexionar sobre la justificación y límites de la libertad de expresión.

Pues bien, es cierto, como ha declarado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que la libertad de expresión es «fundamento esencial de una sociedad democrática». Sin opinión pública libre no puede haber democracia. Y también es verdad que existen mensajes que no aportan nada a la opinión pública o, incluso, que emponzoñan el debate. Piénsese en discursos racistas o en estos chistes de mal gusto. Sin embargo, no podemos olvidar que, más allá y antes de esta dimensión democrática, la libertad de expresión se reconoce precisamente para proteger que cualquiera pueda expresarse sin censura. Es la libertad del hereje, del disidente y del sátiro.

¿Ello quiere decir que la libertad de expresión sea absoluta? Claro que no. La libertad de expresión tiene límites y la propia Constitución reconoce expresamente algunos: los derechos de la persona y, en particular, el honor, la intimidad, la propia imagen y la protección de la infancia y de la juventud. De hecho, el Tribunal Constitucional había venido haciendo una interpretación bastante matizada de tales límites favorable a un amplio reconocimiento de la libertad de expresión: el mal gusto o expresiones molestas o hirientes están amparadas por la libertad, pero no el insulto ni las expresiones vejatorias o humillantes; como tampoco estaría protegido provocar creando un «peligro real» de que se cometan actos ilícitos, ni revelar información íntima sin relevancia pública o falta de veracidad.

Entonces, ¿cómo puede ser que nos encontremos con que se juzga por enaltecimiento del terrorismo a una estudiante por un chiste de mal gusto? Ha ocurrido que el legislador, en los últimos tiempos, ha endurecido una serie de delitos como el de enaltecimiento terrorista o el que castiga el discurso del odio (racista, xenófobo…), dando pie a que se terminen sancionando los discursos por cómo suenan. Resulta preocupante la cantidad de condenas de la Audiencia Nacional a jóvenes por mensajes de Twitter que suenan a provocación terrorista o que parecen humillantes, sin que los tribunales enjuicien si han generado el más mínimo peligro o si verdaderamente han ofendido a una víctima.

A mi juicio, estos delitos en su formulación actual presentan graves vicios de constitucionalidad. Y, entre ellos, cabría destacar el efecto disuasorio que generan para el ejercicio de la libertad de expresión. Sin embargo, el TC en los últimos tiempos ha dado muestras de un alarmante viraje antiliberal y ha avalado la constitucionalidad de estos delitos, por ejemplo, justificando la condena por la quema de retratos del Rey, aduciendo el carácter intolerante del mensaje. Sinceramente, en el debate público sobre la libertad de expresión creo que se cae en un error de planteamiento. La libertad de expresión inmuniza un discurso frente a sanciones jurídicas, pero ello no lo hace respetable ni quiere decir que sea bueno. En algunos casos habrá que combatirlo con un potente discurso y con acciones sociales. No se castiga jurídicamente porque la sociedad en sí ha de ser fuerte en su reproche sin necesidad de que actúe el Estado, con el consiguiente riesgo de terminemos sufriendo casos de censura ideológica.

Reconocer la libertad de expresión y, en definitiva, creerse el espíritu de la democracia, implica presumir que los ciudadanos somos autónomos y responsables; personas maduras capaces de tomar nuestras decisiones y de responder ante ideas erróneas o execrables. Exige también responsabilidad en el uso de nuestras libertades y respeto hacia quienes piensan de forma distinta. Ello no quiere decir que haya que abdicar de aquellos valores basilares sobre los que se asienta nuestra convivencia democrática: igualdad, respeto a los derechos de las personas y en especial a la dignidad humana… Y la defensa de los mismos en algunos casos necesitará del Derecho, incluso del Derecho penal, pero reclama, sobre todo, educación cívica. El mal gusto o la estulticia no pueden ser delito, aunque ello no quiere decir que como sociedad lo toleremos. Podemos y debemos responder ante discursos radicales, ante expresiones execrables. Pero debemos hacerlo como sociedad educada y culta que por sí misma es capaz de reprocharlos sin necesidad de recurrir al brazo armado del Derecho.

*Profesor de Derecho Constitucional.