Los responsables políticos del Pentágono y los máximos mandos de la guerra en Irak se han conjurado para negar que su estrategia inicial haya sido errónea, que la invasión esté estancada por falta de tropas y suministros, o que haya discrepancias entre el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y sus generales. Pero no convencen. No convencen porque hay evidencias de todo ello y porque muchos expertos militares critican, con buenos argumentos, confidencial o abiertamente, el planteamiento. El debate tiene antecedentes. Los comandantes militares en Corea y Vietnam (MacArthur y Westmoreland) fueron cuestionados y destituidos. Lo que sí es nuevo y llamativo es que ahora surja nada más empezar la guerra. Y eso debe estar relacionado con la profunda desconfianza que genera Rumsfeld, un belicoso amateur en cuestiones militares, en los medios especializados.

Pero la polémica tiene también magnitud por lo difícil que resulta defender el fondo de esta guerra, a diferencia de la de Kuwait. Atacar sin apoyo de la ONU y con la sospecha de una motivación petrolífera, y encima empezar mal, provoca más discusión que una ofensiva bélica que todo el mundo creyera necesaria e inevitable.