Dicen que Damien Hirst es el pintor más rico del mundo, y posiblemente el más astuto: ni siquiera necesita pintar sus cuadros. Con cien empleados a su cargo, ni se esconde ni falsea la autoría de sus obras: «No importa quién pinte mis cuadros; yo decido si están bien hechos o no».

Cristina Cifuentes debería contratarle para que la ayudara a salir de esta crisis en la que está inmersa por hacerse con un máster que aprobó por la cara. Si Hirst anhelara ese máster, no necesitaría ir a una sola clase: se lo enviarían por Amazon, tal como parodian los memes que circulan por la red a cuenta de la actual presidenta madrileña. Esta, en un guiño a lo Hirst, podría haberse defendido sin inhibiciones: «No importa quién haya hecho mi examen del máster ni realizado el trabajo de fin de curso, yo decido la universidad que ha de estampar la firma en él».

Pero las artes y la política se rigen por normas diferentes. Lo que en arte puede ser un homenaje interesado o directamente un burdo plagio, en política un acto similar recibe el nombre de corrupción. Al contrario de lo que dice la famosa letra, no son malos tiempos para la lírica sino para la política, sobre todo desde que nos hemos vuelto tan exquisitos y exigimos a nuestros dirigentes lo nunca visto: que sean decentes.

Cifuentes llegó a la presidencia de la Comunidad de Madrid enarbolando la bandera contra la corrupción y, aunque lo suyo es peccata minuta, se ha acabado trastabillando con ella hasta dar de bruces con el suelo.

Yo le aconsejo que abandone la política y se dedique a la literatura, que es menos quisquillosa. Cuando a un escritor de renombre le pillan plagiando una obra -podríamos citar a muchos-, la sangre nunca llega al río. Puede que tenga que someterse a un juicio y recibir algunas reprimendas, pero nunca habrá de renunciar al digno y sufrido acto de escribir (o, en el peor de los casos, de reescribir).