De todas las cosas demenciales que suceden en esta España estancada por una depresión económica que ha venido para quedarse, la peor es que nos hemos acostumbrado a situaciones que hace pocos años habrían sido escandalosas. No sé si saben que en algunos medios de comunicación hay periodistas que trabajan gratis. Son pocos y lo hacen voluntariamente; quizá por eso, no es lo más grave. Lo más grave es que otros muchos trabajan por salarios que no les dan para vivir. Hace ya algunos años, en cientos de emisoras de un conocido grupo de comunicación, se despidió a los responsables técnicos y se exigió a los periodistas que hicieran su trabajo, es decir, que desempeñaran dos empleos por el mismo sueldo. Y no ha pasado nada, así que a todo el mundo le ha debido parecer bien.

Lo que supongo que sí saben es que en hostelería se ha convertido en una práctica habitual que los empresarios avisen a los trabajadores de su horario el día de antes. A veces, horas antes. Incluso se lo cambian sobre la marcha. Lo “menos importante” es que muchos de ellos no lleguen a los mil euros. Lo relevante de verdad es que están condenados a no poder organizar su vida personal. Y, oigan, nadie dice nada.

Tampoco creo que les extrañe si les cuento que en las administraciones públicas hay edificios que se caen a pedazos y otros absolutamente abandonados; que no se cumplen en muchos casos las condiciones mínimas en lo que concierne a prevención de riesgos laborales, o que la interinidad y la temporalidad avanzan a pasos agigantados en contra, incluso, de la legislación europea. Debería ser portada diaria, pero no lo es. Que nos hemos acostumbrado a la corrupción es obvio. No hace falta ni decirlo. Lo que sí hace falta decir es que la demolición moral es tan profunda que ahora los malos son los que denuncian la corrupción: locos, arribistas, conspiradores. Cualquier insulto sirve para desacreditar la integridad ética.

ESTOY SEGURO de que tampoco les parecerá raro si les digo que nos hemos habituado a malos servicios: a patatas fritas encharcadas en aceite en un restaurante, a un fontanero que tiene que volver tres veces para arreglar lo que debió reparar la primera, a las empresas de mensajería que te cobran por ir a recoger los paquetes a su sede, a los bancos que facturan comisiones aunque la gestión la haga el cliente por Internet o a las empresas de transporte público con retrasos sistemáticos sin que nadie asuma responsabilidades. O ponemos una reclamación cada día o nos resignamos a la gestión desastrosa de casi todo lo que nos rodea.

Más inquietante es dar por buenas las listas de espera sanitarias de decenas de meses, los profesores que no acuden a clase, los techos que se caen en hospitales, oficinas de turismo que cierran en vacaciones, el estéril páramo burocrático en el que se han convertido las universidades o el éxodo masivo de talentos investigadores a otros países.

Tampoco parece que merezcan nuestra censura los medios de comunicación que hacen editoriales partidistas, los jueces que se toman cañas con políticos o los políticos que se las toman con los periodistas que redactan luego los editoriales partidistas. Un perfecto círculo cerrado en el que la verdad no entra y del que nadie sale con la cabeza alta. Muy pocas instituciones españolas y muy pocas profesiones en su conjunto soportarían a día de hoy una auditoría objetiva y exigente. Por supuesto, hay excepciones: héroes de la decencia y de la solidaridad, de la profesionalidad y de la gestión, de la eficiencia y del compromiso. Pero cuando los héroes lo son por hacer lo que debería ser normal, es que la normalidad es muy villana.

Sí, nos hemos acostumbrado a la villanía y a la torpeza, a la indecencia y al pasotismo, a la mentira y a la mediocridad. Y eso son malas costumbres. Porque las costumbres construyen sociedad, y las malas costumbres construyen mala sociedad. Pero debemos saber que esto no pasa en todas partes. Pasa aquí, en España. Solo la rebelión pacífica de un número cada vez mayor de héroes anónimos contra las malas costumbres podrá devolver la dignidad a este país tan castigado por la disolución de la ética pública.