TLta semana pasada, en una ciudad española, de madrugada, una mujer de 45 años, y un metro cincuenta y cinco centímetros de estatura, sufrió en la calle el ataque de un ciudadano llamado Jalal , joven, de una altura de 1,80, que pretendía violarla.

El combate era desigual, pero la mujer se resistió y gritó, y a sus gritos muchos vecinos se asomaron a la ventana. A pesar de los testigos, el hombre intentó consumar la violación por todos los medios, sin que ningún vecino se atreviera a bajar a la calle. Menos mal que alguien avisó a la policía. Cuando llegó, la mujer llevaba 20 minutos luchando por evitar la violación, y aunque el atacante había logrado casi desnudarla, no pudo consumar lo que pretendía.

Veinte minutos es mucho tiempo. Veinte minutos gritando, resistiéndose, veinte minutos soportando los golpes, aguantando el dolor. Y, desde las ventanas, los testigos viendo, durante veinte minutos, cómo una mujer de mediana edad, de baja estatura, intentaba zafarse de la brutal lubricidad del tipo. Veinte minutos es lo que duran algunos combates de boxeo. Veinte minutos viendo a una pobre mujer debatiéndose es mucho tiempo, y veinte minutos sin asustarse de las luces que se encendían en ventanas y balcones indican que el criminal estaba convencido de la dejación ciudadana, de la indolencia urbana, de la falta de compromiso cívico de una sociedad egoísta que mira hacia otro lado ante cualquier situación que le suponga alguna incomodidad, y no digamos algún riesgo.

Corren malos tiempos. El tipo que atropella a otro y, si no hay testigos, sigue el camino y ni se baja del automóvil, aunque el otro pueda morirse como un perro, ya no es una anécdota extraordinaria. La gente que presencia un accidente, y se niega a facilitar su identidad para no ser molestado en una posible citación judicial, ya es la norma. La egolatría ha devorado al altruismo. Es el signo de los tiempos. De los malos tiempos.

*Periodista