Filólogo

La pancarta ha llevado al desmadre y al follón, ha dicho el Gobierno. Y es que la gente, que no está por los misiles, está por la cacerola y la pancarta y por sacar a pasear los demonios. Y ahí están las avenidas y las calles atascadas contra el héroe de las Azores.

A la gente de orden las manifestaciones no les gusta: algo prehistórico, ha dicho un juez. Los del Opus prefieren las procesiones, más puestas y barrocas.

Yo que no soy ni una cosa ni otra, cogí y me fui a una contra la guerra, de tamaño doméstico, eso sí y le encontré el punto:

En la manifestación hay que marcar tu propio territorio: no puede ir uno todo el tiempo al lado del "casta" que grita, grita y grita y suda y suda y suda soltando eslóganes, pareados y, sobre todo, sobaquina: al poco puedes encontrarte como un desparramado efecto colateral.

Es preferible ubicarte en derredor de algún famoso tipo-medio: la gente le mira, pero no se acerca, lo que te permite soltura de movimiento y observación. Y observas a los listillos vadeando la calzada hasta colocarse, inadvertidamente, junto al político; éste se democratiza mucho en las manifestaciones, aunque vuelve enseguida al hieratismo y la corbata: --qué, cómo va lo mío, le suelta el básico.

En las manifestaciones suele encontrarse uno a gente que ve poco, en entierros, bodas o conferencias, y se aligeran pronto: saludos, intercambios de enfermedades físicas y políticas y vuelta al empujón hasta que uno viene a soplarte al oído los chismes que corren sobre las listas electorales recientes: los cabreos de los desalojados, los descolocados, los navajeados y las promocionadas novias y amantes.

Ha desaparecido el decaimiento: desde que tenemos "desarrinconador", el personal sale de la cueva casera, hierve y se encela en la pancarta y la pegatina.

La gente de orden, sobre todo los jueces y los del Opus, no saben lo que se pierden por no ir con el día a día.