Director de

EL PERIODICO

Esta campaña electoral ha traído menos propuestas interesantes que antiguos tópicos mentirosos. La mayoría de partidos olvidaron hace tiempo que las campañas han de servir para algo más importante que su propia y estricta recolección de votos: aprovechar el contacto con la gente para rehabilitar la imagen de la política, tan gastada. Y para otra necesidad del sistema democrático: devolver algo de credibilidad a las formaciones.

No reivindico mítines de guante blanco filosóficos y etéreos. Pero entre eso y limitarse a descalificar a gritos a los demás, enfatizar obviedades o buscar votos aludiendo al tamaño de los genitales, que es lo que hemos tenido otra vez, hay demasiada distancia.

Esas formas han sido menos graves que el fondo de muchos mensajes. En este país la especialidad electoral es, más que ensalzar y exagerar lo propio, engañar sobre los contrincantes, para que si son idóneos no lo parezca. No se suele criticar a los demás por lo que hacen o defienden, aunque pueda ser discutible, sino atribuyéndoles ideas o características falsas.

Es una manipulación que erosiona la confianza popular en la política, porque niega evidencias que forman parte de nuestra convivencia. También es tramposa la repetición de supuestos principios generales falsos hasta convertirlos en referencias de la cultura política popular. Un repaso a algunos ejemplos de estas mentiras y manipulaciones --algunos, muy antiguos-- reflejan el enfermizo ánimo manipulador que nos rodea. En el fondo, las alianzas posteriores a las elecciones son antidemocráticas. Esta criminalización de lo que es habitual en los demás países cuando nadie consigue mayoría absoluta, está tan asentada que desde la muerte de Franco todavía no hemos tenido en la Moncloa ningún gobierno de coalición. Eso empuja a España hacia unos gobiernos con un poder muy absoluto (un posible tic de reminiscencia franquista), o gobiernos débiles en el Parlamento (necesitados de pactar con alguien cada ley, con la lectura maliciosa consiguiente de que eso comporta mercadeos intolerables). Los partidos minoritarios molestan y son ideológicamente peligrosos. Cuando se acercan elecciones, la derecha trata a Izquierda Unida e Iniciativa (ICV-EUiA) como si mantuviesen las posiciones del comunismo antidemocrático de la etapa estalinista. Su amplia gestión a escala local desde la transición, impecable en casi todos los casos, queda ninguneada por advertencias genéricas a que como se sabe, hay que ir con cuidado con ellos. Esquerra Republicana recibe una consideración parecida.

Asimismo, los partidos regionalistas sufren ese mismo trato desde buena parte de las esferas del poder político y mediático central, en lo que es un reflejo más de lo muy poco en serio que se toma ahora allí el modelo del Estado de las autonomías.

Los partidos políticos que aceptan pluralidad interna son poco de fiar. Los socialistas españoles viven atrapados por una pinza de opinión diabólica. Cuando actúan con cohesión a escala estatal, las demás formaciones acusan a su aparato central de despótico y a las ramas territoriales de traidoras a los intereses de sus respectivas comunidades autónomas. Y cuando expresan posturas matizadamente diferenciadas, cae sobre la formación el estigma de inconsistencia y falta de seriedad. En esta apreciación pesa también mucho la inercia que aún tiene, desde la dictadura, la valoración de que la uniformidad es positiva.

Mas allá de estas tres doctrinas, los políticos en campaña han frivolizado sobre otras cuestiones serias. Que si caerán las pensiones si ganan los adversarios, que si quienes estaban contra la guerra son cobardes y antipatriotas, que si los de determinados colores son cómplices de quienes desean la desmembración de España...

Y luego, cuando las urnas queden atrás, esos políticos querrán que quienes hemos recibido sus mensajes cainitas creando recelo hacia quienes votan diferente a nosotros, convivamos tranquilos y confiados.