Sociólogo

Ha llegado el momento de ir preparando nuestras cabezas para ir atendiendo los serios ofrecimientos y promesas de los candidatos a ocupar la presidencia de nuestro país (poner nación llamaría a confusión). La tentación de dejarse llevar, una vez más, por los sondeos de opinión siempre es fuerte. Ante la ignorancia, la dulce complacencia de subirse al carro de los ganadores. Conviene tener muy presente, sin embargo, que en una campaña electoral se debaten, además de los candidatos, las ideas que recogen sus programas electorales. Cuatro ideas dadas por sabidas, no deberían ser suficientes para decidir algo tan importante como a qué partido votar. Y creo que digo bien, a qué partido votar, porque lo que votamos son, al fin y al cabo, políticas de actuación, medidas concretas que han de ponerse en marcha y que están fundamentadas en una ideología determinada, no en el carisma de un candidato u otro.

Por otra parte, aunque a veces cueste creerlo, los partidos políticos funcionan como organismos vivos. Tienen la capacidad de renovarse y adaptarse a las circunstancias en función de los cambios que operan dentro y fuera de nuestra sociedad. No son ajenos a ella porque de ella viven; no son desiguales a ella porque de ella se alimentan y no son distintos a ella porque, al fin y al cabo, los partidos políticos somos también todos los que les votamos además de sus incondicionales correligionarios.

En consecuencia, parece sensato que, ante la llegada del ejercicio reflexivo que debe preceder a nuestro soberano derecho a votar, pongamos el debido interés en prescindir de la parafernalia que rodea a esos encuentros electorales que, con más frecuencia de la que deberíamos tolerar, acaban por convertirse en un torneo de invectivas y recíprocos insultos que acaban por afiliar a tanta ciudadanía al mayoritario partido de los indecisos.

A la mayoría de candidatos y miembros de la clase política, después de veinticinco años de democracia, habría que pedirles, además de que se apartasen de sus fuertes inclinaciones maniqueas, que se esforzasen en encontrar una alternativa a su anestesiante retórica. No parece mucho teniendo en cuenta que, a quienes más conviene hacer partidarios es a ellos y tampoco debería ser cosa difícil, pues a quienes más debería interesar es a nosotros.

Votar no es el único cauce de participación política ni ciudadana, pero sí el que mantiene sana una democracia y por eso los políticos, por encima del voto a su partido, nos piden que vayamos a votar. Y hacen bien.

Es poco probable que acabemos como norteamérica, en donde los pocos que votan eligen a su presidente para que gobierne el mundo y no su país. Pero por si acaso, y ya somos democráticamente mayores, no estaría mal que pensásemos bien nuestra decisión. La inercia es buena para la física, pero a la democracia no le sienta bien. Los resultados de un sondeo sobre intención de voto sirven a los políticos y a sus estrategias discursivas, pero nunca deberían guiar la mano de quienes van a decidir los destinos de un país durante los próximos cuatro años. Utilicemos entonces la mano para votar y la cabeza para pensar.