A quien disfruta de la lectura suele, con los años, ir perfilando su gusto. Aquello de dejar un libro a medias, que poco más o menos sabe a sacrilegio en la juventud, después ya no es tan pecado. Hay poco tiempo y tampoco te vas a poner a malgastarlo bostezando línea tras línea. Para eso, enchufas Telecinco --a cualquier hora del día-- y ya te duermes seguro. Es normal ir viendo si le dedicas más tiempo a la novela, el ensayo, a la biografía. Por lo general, a los letraheridos (Vila-Matas dixit) no hay nada peor que nos pidan, por ejemplo, una lista de libros favoritos. Porque cambian con los años, casi con los estados de ánimo. Que, por cierto, vaya manía con las listitas que tenemos. Cualquier día leemos en el periódico una lista de las "diez mejores listas hechas durante el último año". La imaginación al poder, vamos.

Yo ya me he incluido en el grupo, así que admitida está la afición. Sin muchas limitaciones, que no soy exquisito. Pero sí hay un género (bueno, no voy a darle galones: subgenerillo a lo más) que realmente no soporto: los libros de autoayuda. Son fáciles de identificar: los que cuentan con portadas de múltiples colorines, o fotos con nubes, cielos, amaneceres o así, y frases que te interrogan directamente desde la portada, y que encuentras según entras en el Eroski. Sección llévese 3 (¡por favor!) y pague alguno.

Por supuesto, en ocasiones han caído en mis manos y pasado por mis retinas. Y nunca, nunca, he conseguido nada más de ellos que muecas de desagrado y un cierto sentimiento de culpabilidad por dedicar minutos a semejantes pseudolecturas. Ya aviso, me parece muy bien que estos libros se vendan más rápido que entradas de una final de Champions. Pero a lo que más ayudan es a subir numeritos en la cuenta corriente del tipo que sonríe en la solapa del libro.

EL CASO ES que, imbuido del espíritu adolescente, la presión del grupo y el no quedar descolgado de la moda, me llevó a leer alguno hace ya unos años. En concreto, uno (que igual hasta recuerdan) se llamaba "¿Quién se ha llevado mi queso?". Tenía un jefe que me daba la tabarra con el librito de marras hasta que me lo terminó dejando, supongo que sintiéndose un poco el guía espiritual de su propio pequeño saltamontes. Bajo el manto algo más prestigiado de libros sobre cultura corporativa y empresarial, el panfletito, claro, no pasaba de ser una boutade sin especial gracia, que mezclaba lugares comunes con mensajes repetidos ad nauseam durante todas sus hojas a modo de particular manual de instrucciones. Es decir, la fórmula mil veces repetidas de todos esos libros.

Una queja muy habitual de la generación inmediata posterior a la mía es que el manual que les habían enseñado durante toda su vida no les vale para nada. Es esa generación que sale de la universidad en medio de un marasmo económico que, la verdad, se los lleva por delante.

Sus padres y hermanos mayores les habían contado que tenían que estudiar, que aprender idiomas, que hacer un Erasmus, que acumular puntos para un curriculum futuro. Y que eso, seguro, les proporcionaba un futuro plácido, en consonancia con un presente bien acolchadito y confortable en el que tenían que esforzarse, pero no mucho. Tenían que tener libertad, pero con el sostén económico de casa. Les dijeron que eran buenos chicos y la generación más preparada de nuestra historia (que manía de confundir formación con preparación...). El futuro es vuestro... pero no lo era. Nuestros padres tuvieron mejor vida que nuestros abuelos y nosotros por descontado mejor que la de nuestros padres. ¿Ese era el trato, no? Más bien truco. Y claro, se sienten estafados. Miran y remiran dentro del manual, obedientes, y no hallan respuesta a sus inquietudes. "Oye, no nos dijeron que esto entraba, ¿no? ¡Qué injusto!".

Pero ¿saben qué? No hay un manual de instrucciones. La vida no viene con el librito que traen las teles para que la pongas a funcionar y conectes el canal que quieras. No. Ni cabe en una lista de "cosas que tienes que hacer si quieres triunfar en la vida" o "las cinco cosas que tienes que pensar si buscas la felicidad". Que va. Cada uno debe hacer su camino, sea el que elija, y esforzarse para llegar. La experiencia se puede compartir pero no es traspasable. No hay nada mejor que la experiencia propia: el dolor es más nítido cuando eres tú mismo el que te pegas (con perdón) una buena hostia. Las soluciones, esas, te las buscas tú.

Vamos, que si te quitan el queso tienes que... lo dejo, que voy a caer en la tentación de hacer de esto una columna de autoayuda. Me niego, que les tengo aprecio.