Como todos los sábados, llegas a casa con la compra semanal. Sólo que hoy, además de la carne, pescado, frutas, verduras y demás, has cargado con un aparato que estaba en súper oferta en la sección de pequeños electrodomésticos del hipermercado: un robot de cocina que por 49’99 euros hará que olvides el delicioso pollo con pasas que guisa la hermana de tu cuñada, o ese bizcocho con canela que hornean en la pastelería de la calle Olmedo y tanto te gusta.

Ya tenías ganas de un aparato de estos. Que estás harto de ver, sentir y padecer tanto espectáculo culinario en la tele. Últimamente no se habla más que de masterchef, superchef, niñochef, womanchef. Y tú te has dicho que para qué tanto cerebrito gastronómico, si la robótica es capaz de poner en tu casa un cocinero capaz de superar al mismísimo Arguiñano. Y aquí te ves, haciendo de pinche de tu “maestro de cocina mecánico”, que aguarda sobre la encimera a que le suministres las viandas necesarias para que comience a demostrarte su dominio del guiso y la repostería.

Pero claro, tú no has nacido sabiendo lo que antes no has aprendido; y tu robot de cocina ha aprendido a cocinar, pero no a programarse. Así que agarras el manual de instrucciones y comienzas a leerlo para conocer sus partes, características y funciones.

Trascurrida una hora de lectura, sólo sabes que no sabes nada. Y te preguntas quién habrá escrito ese manual de instrucciones, que más bien parece un texto perverso escrito para poner a prueba tu capacidad intuitiva. Te armas de paciencia, y vuelves a leer las instrucciones; luego de atrevimiento, y comienzas a manipular los botones del bicho. Compruebas el funcionamiento de cada botón. Todo bien. Añades los ingredientes. Un poco de esto, un tanto de lo otro, la mitad de este poco, una cucharada de ese mucho, y a funcionar. Que sea lo que Dios quiera. Y Dios quiere que te quedes sin comer, porque no has debido programar bien el robot. Algo has hecho mal. Todo porque el maldito manual lo ha escrito el más tonto de la clase.

Mientras te preparas un bocadillo, te entra la congoja al recordar que pronto tendrás que cambiar la lavadora.