En una especie de descalabro colectivo, a veces la multiplicidad de noticias negativas nos hace contextualizar una realidad difícil, en la que poco cabe a la grandeza del ser humano. Y en esto que aparece personas que llevan a cabo gestos de generosidad que nos hacen reflexionar de la importancia de la condición humana. En muchas ocasiones hemos oído hablar en el trabajo, entre amigos, en actividades de todo tipo, que la clave está en el ser humano, que la diferencia entre unos y otros está en el ser y no en el deber ser. Pues bien, no siempre en la vida somos capaces de valorar el gesto honesto y humano, y nos inclinamos por algún tipo de artificio que nada tiene que ver con esa realidad. Pero sí, la persona marca la diferencia. No es lo mismo esa persona que está comprometida, que la que no está comprometida. Esa persona que prefiere apegarse a valores, que enriquecerse a toda costa. Esa persona que cumple con la legalidad, que aquella que sólo persigue ser ilegal, para no tributar, por ejemplo. No es lo mismo esa persona que practica la coherencia, que aquella que navega en todas las aguas habitables. No es lo mismo esa persona que es coherente con su palabra, que aquella que su mayor deseo es estar por encima de todo.

Claro que la persona marca la diferencia. Y esto lo tenemos de ejemplo tanto en la historia como en la intrahistoria. Todas aquellas personas que a lo largo de la historia antepusieron los valores humanos de la civilización, ante todo tipo de fanatismo e intolerancias. Y ahí están sus aprendizajes y sus lecciones, aunque algunos de ellos perdieran la vida en su intento. Caso de Luther King o Mahatma Gandhi, porque todos eran conscientes de que aquello no les saldría gratis, pero la vida no es un escenario de compra y venta, sino el reto de la humanización.

Marcar la diferencia entre los que merecen la pena, y entre aquellos que sólo les vale la pena, debiera de ser un escenario hipotético al que habría que tender ante la situación de absoluta materialidad en la que vivimos, quizá sugestionada por ese miedo a un futuro tan incierto que nos hace frivolizar sobre todos y sobre todo. Y no, la vida como decía el Principito no es el dibujo que uno observa, es lo que uno imagina. Siempre es la coherencia la que marca la diferencia, la capacidad generosa de vivir en comunidad, y sentir que la comunidad no es una colonia independiente, sino el escenario de muchos. Esta reflexión me trae a la memoria el poema de Gloria Fuertes --Nací para poeta o para muerto--, en una de sus estrofas dice: «Nací para nada o soldado, /y escogí lo difícil/—no ser apenas nada en el tablado—,/ y sigo entre fusiles y pistolas/ sin mancharme las manos».

Claro que caben espacios para no incurrir en la involuntariedad de la incoherencia, en la humanización de la sociedad frente a todos los que quieren verla violentada. Claro que caben actitudes fuertes y valientes, frente a intolerancias, prepotencias y todo tipo de violencias. Porque la materia humana tiene el valor de mantener sus principios, de no detraerse de lo que nunca debiera ser aceptado que son todos aquellos comportamientos sectarios que nos quieren dar el alumbramiento de un mundo que en beneficio de unos, resulta perjudicial para otros. En la última semana hemos tenido ejemplos de uno y de otro, el español que luchó para salvar a una mujer, agredida por unos terroristas, y en ello perdió su vida; y las actitudes de dirigentes, por ejemplo, del Banco Popular, que ensimismado en la especulación de una entidad, han jugado, en muchos casos, con los ahorros de muchos accionistas que les han hecho perder todo lo que allí habían depositado. Es el juego de la inocencia, del compromiso y de la maldad, que se trastocan en una sociedad que ahora más que nunca se siente vulnerable por todos, y por todo.

Por ello, también, ahora más que nunca se ha de combatir contra todos aquellos que basan en el miedo la incertidumbre del futuro. A pesar de todo, yo creo aquello que ya señaló Unamuno, «hasta una ruina puede ser una esperanza».

*Abogada.