TNtos asustaban de niños con el Coco si no dormíamos la siesta, tan odiada. Y le llamaban otras veces el Sacamantecas, que nos podría llevar para hacer la pringue de que se alimentaban los señores de otras tierras, lejanas y terribles, por lo que no deberíamos alejarnos en nuestras febriles correrías por los campos del pueblo. En ocasiones era el tío Mangarras. O Camuñas. O el Marimanta. O cualquier monstruo terrible del bestiario rico, cruel y demoníaco que pobló los años de la infancia y sus maldades veniales, sin que existiera luego un día en que pudiéramos alzar la pira purificadora, vertical, restallante, victoriosa al fin, tras de tantas fatigas y los miedos de que fuimos víctimas constantes.

¿Por qué no nos dieron en los años oscuros la mínima liberación de unos días de Candela y Carnaval? ¿Por qué no pudimos relajar las tensiones viendo que nosotros éramos capaces también de quemar la encarnación del mal, reflejada en el pelele; que lo viéramos arder, encaramado a la rústica candela de muebles viejos, ropas ya usadas, palustres inservibles? ¿Y por qué no, días después, la burla ingenua del disfraz y el disparate por las calles?

¿Sigue alguien hoy metiendo miedo a los pequeños con los apocalípticos jinetes de mi infancia? En cualquier caso, los maléficos demonios continúan con nosotros: el hambre, el odio, la incomprensión, las luchas, la falta de esperanza para muchos, la enorme soledad.

Son los cocos, los sacamantecas, los mangarras, los camuñas, los repulsivos marimantas que debemos quemar. Hacer que ardan en la hoguera levantada con la unión de todos, solidarios. Subir a esos peleles, a esos espantajos, a esos mamarrachos, forjados desde la mezquindad, al trono efímero y burlesco de la fogata, con la que todos calentemos nuestra alma y perdamos los miedos heredados, desvaneciéndose en humo, cenizas y pavesas.

*Historiador y concejal socialistaen el Ayuntamiento de Badajoz