No me gustaron nunca los dulces tradicionales de Navidad, posados como baratijas de feria en las bandejas de antes.

Las garrapiñas, los piñones recubiertos de una capa de azúcar dura y blanca, en la que quedaban impresas las marcas de nuestros dientes, la fruta escarchada, los almendrones duros rellenos de turrón blando, el guirlache...

Sobre el papel de plata, parecían restos de un naufragio, cada vez más reconcomidos, apagándose en su condición de golosinas no deseadas por los niños.

Tampoco me gustaron nunca los turrones de sabores, que entonces parecían tan modernos. Desaparecían, esos sí, los turrones de chocolate, el duro, el de almendras, y dejaban unos huecos enormes que las madres se apresuraban a rellenar con toneladas de piñones, para que las visitas no se dieran cuenta.

Tampoco me gustaron nunca las marquesitas, ni los polvorones, tan navideños, ni los bombones de licor.

Pero la Navidad me encanta, a pesar de todo, del consumismo, del agobio cada vez mayor de tanta gente en las calles, de las luces encendidas desde agosto, de las cenas forzadas y las comidas obligatorias, y sobre todo, a pesar del dolor de las ausencias.

Me encanta por lo contrario, por ese silencio de niebla en las mañanas, cuando el mundo parece hecho de encaje y brilla una luz que enjabona el alma.

Por las comidas y las cenas escogidas, por el olor a pueblo y chimenea, porque llenar las sillas vacías cada año es más difícil, pero también más necesario.

Por eso, yo, que odio el sabor a posguerra de las marquesitas, he comprado una caja, como hice el año pasado y todos los anteriores. Y hasta la he abierto.

Huele igual que antes, a casa familiar, a su palmoteo feliz de niña de ochenta y seis años, a la ilusión con que se comía la primera marquesita.

Después adornábamos la casa juntas con los restos de nacimientos que hoy duermen en un trastero ya cerrado.

Al fin y al cabo, la vida no es más que esto. Ser hija. Ser madre. Ser un eslabón, un peldaño, una secuencia.

Transmitir a otros lo que te enseñaron, la tradición hoy añorada más que nunca de reunirse, de rellenar una bandeja de papel plata donde no se noten los huecos, y el chocolate tape todas las ausencias.