Escritor

La vocación salmantina de Plasencia es tan antigua como su historia. Digo salmantina y no castellana para no herir susceptibilidades. No hace falta retrotraerse a épocas demasiado pretéritas, aunque se podría, por ejemplo, cuando en esta ciudad había facultades de la universidad de aquélla.

Sin entrar en materias delicadas para alguien que no es historiador, lo cierto es que los placentinos hemos tirado tradicionalmente hacia el norte y en la ciudad del Tormes encontramos los estudios universitarios, la asistencia médica especializada, los cafés o las compras (de la ropa a los libros, de los pasteles a los zapatos) que por el sur nos han faltado, como quien dice, hasta hace cuatro días.

Cáceres, entonces, estaba muy lejos. No, no hablo, como es obvio de kilómetros (para lejos, ahora, gracias a la peligrosa e intransitable 630), sino de la distancia emocional.

Ya fuera a través del añorado tren "Ruta de la Plata" (hasta que duró), ya en coche por la carretera (con las curvas de Baños, las nieves de Vallejera y las nieblas de Guijuelo en adelante), los viajes a Salamanca no han cesado. Raro era el día que te acercabas y no tenías que saludar a uno de esos paisanos que aquí te pisan y no te dicen nada.

Cuando dejamos de atravesar Béjar, las cosas cambiaron. Pero de eso también hace muy poco.

Nada que ver con el cambio sustancial, revolucionario diría, que ha supuesto la inauguración del tramo que va de Aldeanueva del Camino hasta Puerto de Béjar.

Después de atravesar durante años, como ocupante y como conductor, esos temibles kilómetros, de soportar las interminables caravanas por culpa de los camiones, es imposible asimilar de golpe que lo que antes te llevaba media hora ahora (pisando un poco) te lleve menos de diez minutos.

Es verdad que uno no olvida lo que le agradaba ver las palmeras de Aldeanueva (y la tapia del jardín de los Maside), o a la gente con la cabeza cubierta con toallas que salía del balneario de Baños (tan elegantemente romántico), o, un poco más arriba, a los camioneros jugándose la carga en la famosa curva del cruce de La Garganta (mi amigo Pepe Montero, que vivió muchos años al lado, me habló una vez de los botines tras los vuelcos), y, más arriba aún, las vistas desde El Solitario (mientras se merendaba la tortilla en los frescos atardeceres del verano).

Pero si el viajero pierde lugares marcados a sangre y fuego por la vida; sitios que por el mero hecho de visitarlos vuelcan sobre él una turbia avalancha de recuerdos, no es menos cierto que también gana con el cambio nuevos horizontes. Así, la rápida autovía ofrece una vista más centrada y espectacular del circo de Valdeamor, en torno a Hervás (una población que ya quedaba al margen sin que lo pareciera), con el Pinajarro en medio. El pantano, antes invisible, es ahora (más en la bajada que en la subida) un lago digno de los mejores crepúsculos. Eso sí, hablamos de paisajes veloces.

La parada, y la fonda, serán, qué duda cabe, más difíciles. O no, nunca se sabe. Por suerte, en todos estos pueblos hay atractivos difíciles de soslayar. Ni el barrio judío de Hervás, ni los balnearios de Baños, por lo menos, quedarán fuera de la ruta. Como tampoco quedó el otro día fuera de la mía, a costa de dar un pequeño rodeo, la gastronomía aldeanovense, que conste.

Los tiempos son otros. La cohesión regional también. A pesar de eso, uno seguirá yendo cada poco a Salamanca, sobre todo ahora que, gracias a la nueva carretera, la distancia real y la ideal casi coinciden.