La expresión "veinticinco años de..." trae a la memoria los que se inventó el franquismo para presentarse como una época de paz y prosperidad. Aquellos fueron 25 años de amordazada paz de los cementerios durante los que millones de españoles conocieron Europa desde la dura piel del emigrante y contribuyeron con sus ahorros a financiar el desarrollo del país. Ahora celebramos otros 25 años bien diferentes, los que han transcurrido desde la adhesión de España a lo que entonces se llamaba Comunidad Económica Europea, o simplemente Europa como referencia de libertad, progreso y justicia social.

Aunque la memoria todavía fresca se resista a aceptarlo, han pasado 25 años. Los mejores de nuestra historia moderna desde la batalla de Trafalgar. Esa referencia histórica marca para muchos europeos un punto de inflexión en nuestra historia común. Para nosotros fue el principio del fin del imperio americano y del encierro en nosotros mismos, exhaustos por las conquistas y devastados por la guerra, enzarzados en nuestras propias rivalidades y ausentes de las revoluciones industriales y burguesas que conformaron una modernidad que nos fue ajena. Nuestro aislamiento nos libró de participar en las dos grandes carnicerías europeas, la del 14 y la del 39. Al final de la última, Europa estaba más exangüe que nosotros a principios del XIX. Los europeos habían conseguido casi consumar su suicidio colectivo y su combate fratricida acabó con su papel motor de la historia del mundo. Pero un continente destruido, dividido, hambriento y amenazado supo enterrar sus antagonismos identitarios para empezar a crear solidaridades de hecho que debían tejer una red de dependencias mutuas para que la guerra fuera imposible.

XESPAÑA ESTUVOx largo tiempo ausente de ese milagro histórico. Ortega veía en Europa la solución al problema de España, pero esa solución tardó en llegar, primero por el franquismo, que nos hacía inaceptables, y luego por discusiones de retaguardia sobre las lechugas y tomates con los que supuestamente íbamos a arruinar a nuestros vecinos franceses y por el temor a la invasión de nuestros excedentes de mano de obra, que ya se habían ido a Europa antes de que formáramos parte de ella. Nuestra entrada en Europa se demoró hasta 10 años después de la muerte de Franco . Fueron negociaciones duras y difíciles, pero si no hubiésemos conseguido vencer todos los obstáculos hoy seríamos una prolongación del continente africano. El proceso se aceleró con la llegada de los gobiernos socialistas y el temor a que las intentonas golpistas diesen marcha atrás a la historia. Para nosotros no era una prosaica cuestión de lechugas y tomates, sino la necesidad de anclar nuestra democracia en un marco irreversible. Por eso no nos asustaba ninguna de las condiciones que tuvimos que aceptar y que no fueron fáciles de cumplir. Nuestro entusiasmo europeísta se desbordaba con la presión de la espera contenida. Lo que venía de Europa podía ser difícil, pero no malo.

Cuando me tocó dirigir la delicada operación de cirugía fiscal que fue la implantación del IVA lo presentamos como un impuesto europeo aplicado por todos nuestros socios. Y aquel mensaje funcionó, porque para el españolito de mediados de los 80 la homologación con Europa era buena de todas formas, incluidos los impuestos. En eso hemos sido --aún lo somos, aunque menos-- muy comunitarios. A diferencia de otros, como el Reino Unido, donde a nadie se le ocurriría vender un impuesto importado de Bruselas. Será porque desde Trafalgar la historia nos llevó por rutas diferentes, forjando distintas percepciones de lo que Europa fue y podía ser.

Esa diversidad se ha amplificado mucho con la entrada de los países del Este. La Europa del 86 es bien distinta de la de hoy, más grande, pero mas heterogénea, con el motor franco-alemán que ya no basta para tirar del carro y con mayores diferencias sobre el camino a seguir. Algo inevitable si tenemos en cuenta de dónde venimos cada uno de los 27 estados miembros. Los polacos, por ejemplo, creen que deben su libertad al Papa y a EEUU, que derribaron el imperio soviético. Para muchos españoles, el Vaticano y EEUU son los responsables de que el franquismo durara tanto. Con estos antecedentes es difícil que tengamos la misma visión del mundo y podamos compartir una misma política exterior.

En estos 25 años Europa nos ha ayudado mucho. Los fondos que recibimos nos han permitido cambiar la piel del país, construyendo infraestructuras que nunca pudimos imaginar en la época de los peones camineros. Lo sé muy bien como ministro de Obras Públicas que fui. Pero la transferencia más importante ha sido la de la credibilidad económica que nos dio el euro, la ventana abierta al mundo y un nuevo concepto de ciudadanía. No quiero ni pensar qué le ocurriría a la peseta si la tuviéramos hoy. Cierto es que sin el escudo del euro no hubiésemos podido cometer los excesos que nos han llevado a esta difícil situación. Pero eso no es culpa del euro, sino de la forma en que hemos utilizado sus posibilidades. Por eso, pese a los problemas que una Europa demasiado desunida no acierta a resolver, tengamos bien presente que es nuestra única forma de enfrentarnos al futuro en el mundo globalizado. Y que hoy necesitamos Europa más que hace 25 años.

*Presidente del Instituto Universitario Europeo de Florencia.