La directiva para el control de la inmigración ilegal aprobada el pasado miércoles por el Parlamento Europeo es fiel reflejo del clima de histeria que se ha adueñado del debate y de la disposición de las grandes corrientes ideológicas a someterse a las exigencias de una opinión pública atemorizada, cuando no conveniente y conscientemente desinformada.

La preocupación transmitida por oenegés de todos los colores y por el Consejo Pontificio para los Emigrantes es el eco de quienes ven en la directiva un descalabro de las garantías jurídicas típicas de las legislaciones europeas, por más que algunos diputados se hayan apresurado a decir que se trata de una norma garantista. No lo es en absoluto permitir que se prolongue hasta 18 meses el periodo de retención de los incomunicados, tampoco lo es que los menores puedan ser repatriados a un país diferente del de su origen y aún lo es menos convertir a ocho millones de ciudadanos que no tienen papeles --cifra aproximada de inmigrantes en situación irregular dentro de la UE-- en sospechosos habituales. Esta directiva no dista mucho de aquel intento (por ahora se quedó ahí) de Berlusconi de convertir en delincuentes a los inmigrantes irregulares, puesto que se les imponen castigos como si lo fueran.

La división del voto en los grupos parlamentarios liberal y socialista --entre los españoles, solo los eurodiputados Borrell y Obiols se opusieron a la directiva, y un tercero se abstuvo-- es quizá el dato más elocuente de que quienes han tomado la iniciativa en este asunto --los partidos más conservadores-- gozan de una capacidad de convicción, apoyada en las encuestas, que las fuerzas progresistas perdieron hace tiempo. La añoranza de las sociedades homogéneas que nunca volverán, los presuntos privilegios de que disfrutan los inmigrantes y la creencia de que cuestan dinero, algo que desmienten todos los estudios macroeconómicos, juegan a favor de las restricciones a escala continental y nacional.

Los últimos anuncios hechos por el ministro de Trabajo Celestino Corbacho refuerzan esta impresión en la misma medida que la ha suscitado la extravagante prohibición a un grupo musical congoleño de que cruce los límites de la UE para participar en el festival Sónar, que se celebra en nuestro país. Pero más allá de esta política de bajísimos vuelos se encuentra la realidad descarnada: una isla de prosperidad --Europa--, azotada por una crisis tecnofinanciera, es el paraíso soñado como puerto de destino por contingentes incalculables de desposeídos.

Es difícil imaginar que con directivas así y otras medidas de inspiración parecida sea posible lograr algo diferente a un agravamiento de las consecuencias de los flujos migratorios.