Temblaba, me miraba con grandes ojos negros, y cuando la cogí entre mis manos, pude apreciar la suavidad, calidez e indefensión de esta pequeña criaturita. Ella no sabía que desde ese mismo instante, ya sería para siempre, una más de la familia. Estoy hablando de Luna, mi perrita, no puedo pensar en ella de otra forma que no sea con ternura y mucho cariño.

Por estas fiestas que acabamos de pasar, son muchos los niños que piden animalitos como regalo de Reyes, y los padres, por satisfacer la ilusión de sus hijos, terminan accediendo sin tener en cuenta la verdadera repercusión que esto supone para la familia y la casa.

Mamá, ¿cuándo vamos a poder tener un perrito? Me repetían cientos de veces mis hijas. Si alguna vez tenemos un animal será para siempre, les hacíamos entender. Habrá sitios donde no podrás ir con él, por ejemplo en vacaciones y tendremos que tenerlo cuidado y aseado, aunque no tengáis ganas de hacerlo. Y tras mucho concienciarlas a ellas y a nosotros mismos, llegó ese maravilloso día que siempre recordaré con tanta ternura.

No fue fácil, al principio, ¡era tan chiquita! Lo preparamos todo para que se encontrara confortable en su nueva casa, la llevamos al veterinario y durante meses la educamos para la convivencia en casa. Ya lleva con nosotros unos años, y es la compañera silenciosa de mis mañanas, el juguete a ratos de mis hijas, la mimada de todos y siempre la que nos recibe con alegría cuando llegamos a casa. No imagino mi hogar sin ella y no quiero ni pensar que algún día nos deje.

Por eso no puedo comprender como hay malnacidos que con una frialdad increíble se deshacen de un animal al que han utilizado como objeto de regalo, ha servido de juguete y sin pensar en que tiene sentimientos y que ellos son la única familia que conoce, lo abandonan y se deshacen de él, como de un juguete roto.

Temblaba, era suave, cálida y cuando la cogí... dejó de temblar para siempre.

Te adoro, Luna.

Asun Jiménez Colón **

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